Sus pestañas eran tan tupidas como una selva
amazónica. Me sentí observado, y procuré que no advirtiese que me estaba
sintiendo intimidado. Se abrió un claro en la vegetación, y la selva esmeralda
que surgía de sus pupilas me lanzó un destello divertido. Me volví a sentir
como cuando era apenas un párvulo, indefenso ante la celosía del confesionario
de Don Hilario. Ella relajó un poco los hombros, y las persianas amazónicas
dejaron de atrapar el tiempo. Para acabar de desconcertarme, se rió. No era una
risa histérica de colegiala, de ésas que a veces sueltan las tías más buenas
despojándolas de todo glamour. Era una risa inesperadamente tímida, calculada y
atractiva. Todo en ella me resultaba seductoramente inocente. Traté de no
mirarle el escote, pero supongo que mi cerebro y mi codicia no hablaban el
mismo idioma en aquel preciso instante, porque la curiosidad me hizo desviar la
mirada. Sentí nuevamente esa extraña sensación de ingravidez, y un millón de hormigas danzando
nerviosas a la altura de mi ombligo. Para no darle una imagen aún más
lamentable bajé la mirada, carraspeé y continué con mi entrevista.