domingo, 29 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 13


Capítulo
13

H
abía sido un día muy largo, y Dolores Menguada estaba tensa como la cuerda de un piano. Se convenció a sí misma de que había hecho las cosas como Covadonga hubiese querido. Había atendido con eficiencia y profesionalidad a los servicios de información territoriales y a las fuerzas policiales.
Jamás se le hubiese pasado por la cabeza que nadie se hubiera atrevido a atentar contra ella en su misma casa, en la habitación en la que había decidido pasar el resto de sus días. Y para colmo de males el muy canalla lo había hecho a plena luz del día; sin importarle para nada que le viesen u oyesen. No había logrado acabar con la vida de la anciana, o al menos no de momento; pero su intención no podía ser más evidente.
Nunca entendería como alguien podía llegar a matar a una persona para robarle un simple escapulario.
Todavía estaba en estado de shock; así que se sirvió una generosa ración de pacharán. Siempre tenía a mano una botella en su oficina para momentos muy puntuales. Con el primer trago se sintió mejor, y alejó un poco de su memoria el rostro de su mentora. Cuando los servicios de emergencia la trasladaban a la ambulancia lo primero que le había llamado la atención a Dolores había sido la expresión de paz y felicidad que adornaba el rostro de la anciana. Daba la impresión de que la acción de su asesino la había colmado de tranquilidad en lugar de asustarla.
Pulsó uno de los botones de la consola de su mesa de trabajo y se sirvió otra buena ración de licor. Al momento le respondió la voz de Mónica, una de las secretarias.
—Dígame, señora directora...
—¿Se han ido ya los policías y los periodistas?
Una de las cosas que más la había desquiciado era la presencia de esos “metomentodo” acribillándola a preguntas.
—Así es, señora… El último coche ha salido hace apenas dos minutos. ¿Quiere que les llame de nuevo?
—No, Mónica; solo quería saber si hemos vuelto a la normalidad.
No había nada en el mundo que alterase más a Dolores Menguada que sacarla de su rutina diaria. Solamente se encontraba cómoda dentro de su estricta forma de vida. Todo su mundo se regía en función de horarios, protocolos, calendarios, actividades planificadas con antelación… Llevaba todo el día alterada, en parte porque había sido agredida emocionalmente; pero sobre todo porque un enjambre de intrusos se había dedicado a husmear en su pequeño feudo. Tomó otro sorbo del licor de endrinas, y se sintió reconfortada por el leve mareo que empezó a experimentar. Volvió a pulsar el mismo botón en la consola.
—Mónica…
—Sí... dígame, señora directora…
—Localice por favor al señor Paco Estursa… dígale que le espero en mi despacho.
—Sí, señora…
Todos los trabajadores llevaban encima un pequeño walkie-talkie con el doble propósito de estar localizables en todo momento y de poder solicitar auxilio desde cualquier rincón del centro. En alguna de las estancias no había cobertura de telefonía móvil; pero la señal de radio se recibía sin ningún tipo de interferencia. Dolores guardó el frasco de pacharán en uno de los cajones del escritorio y pulverizó un poco de ambientador en la estancia. No quería que nadie se enterase de su pequeña adicción. Se entretuvo ojeando los informes que le había dejado la policía. Al cabo de unos minutos alguien golpeó con suavidad la puerta de su despacho.
—¿Da usted su permiso, señora directora?
Un afligido Paco asomaba su cabeza por el minúsculo hueco. Pese a ser joven (en su ficha constaba que no había cumplido aún los treinta años) era el desafortunado poseedor de una cabeza pelona, ausente por completo de cabello. El suyo parecía ser uno de esos casos de alopecia juvenil desmesurada. El invierno pasado había cambiado el reglamento interno del centro para poder permitirle llevar una gorra de lana como complemento a su uniforme de auxiliar porque el pobre infeliz se moría de frío cada vez que salía al exterior.
Le había caído bien porque tenía una mirada limpia e inocente; y una cara de pillastre que le recordaba a uno de sus antiguos amores de instituto. En esta ocasión la mirada del asistente no hacía gala de esa energía habitual. Era evidente que había llorado, porque tenía los ojos enrojecidos como los de un pinche de cocina especializado en picar cebolla. Dolores le hizo pasar con un gesto que aparentaba indiferencia. Era un gesto que tenía muy bien ensayado.
—Pase usted por favor, Paco… hay unas cosas que quería aclarar con usted.
—A su disposición, como siempre, señora…
Paco parecía tener bien aprendido el guion a seguir con la señora Menguada. Bajó la mirada a la espera de instrucciones.
—Bien, Paco... Quiero que me explique de nuevo su versión del asalto a sor Covadonga. Hábleme con franqueza y no me oculte nada…
A Paco no se le escapó la marcada intención de sus últimas palabras. Comprendió que la directora guardaba algún as en la manga, porque ese “no me oculte nada” parecía encerrar algún tipo de velada amenaza. Se puso en guardia.
—Bueno... Como ya le expliqué a usted y luego a la policía fue todo muy rápido… Hoy por la mañana la señora se levantó de buen humor, aunque parecía extremadamente cansada. Seguimos la rutina habitual: la ayudé a asearse a primera hora de la mañana, y la acompañé a la capilla para las oraciones de la mañana. Cuando acabamos de rezar, a eso de las 9:30 h. Aproximadamente, fuimos a desayunar. Desayunó con buen apetito, y me dijo que la acompañase a su habitación. Estuvo en su habitación hasta mediodía, que fue cuando recibió la visita de esa pareja tan agradable y educada. Me pidió que la acompañase a la capilla, donde nos esperaba usted con la chica. Después de media hora aproximadamente salió, pero ya no era la misma. Arrastraba los pies con pesar; parecía haberse quedado sin fuerzas. La subí a su habitación con la silla de ruedas, porque estaba tan débil que no podía ni dar un paso. Me dijo que necesitaba meditar; dándome instrucciones de que la dejase descansar hasta la hora de comer. Yo me fui a hacer tiempo y aproveché para cambiarme de ropa, porque habíamos llegado empapados. Estuve en mi habitación hasta que unos ruidos extraños me empujaron a volver y…
—Espere, Paco… ¿Estaba usted solo o acompañado en su habitación?
La pregunta parecía haber cogido desprevenido al celador, porque se quedó sorprendido sopesando su respuesta. El reglamento interior del centro tenía estrictamente prohibidos los encuentros entre trabajadores en las dependencias destinadas al descanso. Se trataba con ello de impedir en la medida de lo posible encuentros fortuitos que menoscabasen la estricta moral del centro.
—Estaba acompañado, señora… —bajó los ojos con sumisión, siendo perfectamente consciente de que Dolores Menguada acababa de apresarle con sus inclementes fauces.
—Sé que va contra las normas, señora; pero usted sabe que a doña Covadonga yo la quiero como a una madre. Nunca me alejo de ella más de lo necesario y mi habitación está pared con pared con la suya…
—Paco… Una cosa no tiene que ver con la otra. Su comportamiento es motivo de expulsión; atenta contra las normas del centro. En su caso voy a hacer una excepción porque la propia señora Piamonte me pidió hace tiempo que le liberase a usted de todas las reglas internas. Como usted bien sabe no se trata de una residente normal. Solo en atención a sus instrucciones pasaré por alto esta desatención a las normas; pero en lo sucesivo le pido por favor que no lo vuelva a hacer. No quiero que vuelva a tener ningún encuentro privado con nadie a no ser que lo haga en las zonas comunes a la vista de todo el personal. ¿Lo ha entendido?
—Por supuesto, señora. Muchas gracias.
Paco recordó la charla que había tenido hacía meses con la anciana. Ella había sido capaz de darse cuenta de que estaba enamorado solo con observar su comportamiento. Le había asombrado cómo una persona tan alejada supuestamente del mundo emocional había sido capaz de leerle el alma con tanta facilidad. Ese mismo día se había sincerado con ella y le había confesado que sentía una atracción irresistible hacia Chema, uno de los cocineros del centro. Se trataba sin duda de un amor doblemente prohibido. Por un lado estaban las normas morales propias de los hombres y por otra la prohibición común a hombres y mujeres de relacionarse dentro del centro.
Había empezado por sorpresa, como una amistad profunda y sincera; pero poco a poco la proximidad había fomentado una especie de relación amoral y secreta que llevaban a cabo en la más absoluta clandestinidad. Nunca le habían gustado los hombres, y en su adolescencia había sentido un desprecio enfermizo por los homosexuales; pero con el tiempo había acabado siendo víctima de sus propias fobias.
La señora Piamonte se había mostrado comprensiva con él, aconsejándole que se cuidase de hacer público su comportamiento. Aseguraba haberse divertido y haber sufrido en el pasado, asistiendo en respetuoso silencio al desarrollo de innumerables historias de amor prohibidas y reprimidas. Quizás incluso —pensaba— hubiese sentido su protectora en el pasado en sus propias carnes ese fuego devorador; esa llamada perversa y amoral.
Ella era la que le había animado a dar rienda suelta a sus emociones, porque afirmaba que nadie tenía derecho a negarle el amor a otra persona, y Paco estaba de acuerdo en ese punto al ciento por ciento. Su amor podría ser silenciado; pero nadie podría obligarle a dejar de amar. Es la doble trampa de los sentimientos; que eres víctima y verdugo; te poseen indomables y toman posesión de todo tu cuerpo y tu alma, insensibles al consejo y a la coacción, libres, incontenibles, etéreos.
Desde aquel día la anciana se había convertido en su confidente, y juntos conspiraban haciendo posibles algunos encuentros prohibidos. Esa proximidad había creado unos lazos de confianza entre él y la anciana muy semejantes a los de una madre y un hijo. Nadie sentiría la pérdida de esa señora más que él, porque lo cierto es que la había llegado a querer más de lo que nunca admitiría ante nadie. El sentimiento de culpabilidad llevaba martirizándola todo el día; y solamente le faltaba que la directora insinuase que su falta de celo hubiera sido el desencadenante de los acontecimientos. La directora aún no parecía haber acabado:
—Una cosa más… Usted llegó a verle la cara al asaltante de la señora Piamonte y sin embargo a usted no le atacó, pese al evidente riesgo de que le reconociese…
—Señora, no me gusta lo que está usted insinuando… nadie lamenta lo sucedido más que yo, se lo puedo asegurar… Lo único que puedo decirle es que el asaltante parecía confuso y asustado. Yo creo que había venido con el propósito de robar y se le fue de las manos; porque se diría que estaba aterrorizado.
—Le creo, Paco, le creo… La señora Piamonte siempre le ha defendido y para mí no puede haber mayor garantía. Su integridad para con ella está fuera de toda duda, no se equivoque; lo que pasa es que hay algo que no me encaja en todo esto. Es todo muy extraño. Puede usted retirarse, señor Estursa…
—Con su permiso, señora…

Una vez hubo salido por la puerta, Dolores sacó un pequeño cofre de uno de los cajones de su escritorio. Rebuscó entre recortes de prensa, fotos antiguas y certificados hasta que dio con lo que buscaba. Un sobre corriente tamaño Din A4 doblado por la mitad. Estaba manuscrito con una cuidada caligrafía; una caligrafía de trazos muy, muy antiguos. En el sobre estaba escrito: “Mis últimas voluntades. Ana María Tudela y Montes de Iruña”. Hacía meses que estaba redactado; y uno de los mejores notarios de Pamplona había venido ex profeso para dar fe de su veracidad y su contenido. la apertura de ese sobre era en ese momento uno de los mayores miedos de Dolores. Nunca estaría preparada para decirle adiós a esa mujer a la que quería como a una madre. Lo volvió a guardar con celo; mientras la vista se le nublaba por la humedad. Volvió a sacar la botella de pacharán de su escondite. Esa tarde se la tomaría libre; su lugar estaba al lado de su mentora, en el hospital. El centro espiritual podría arreglárselas sin ella perfectamente. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 12


Capítulo
12

E
l ronroneo del motor tiene un extraño efecto hipnótico. A lo largo de los últimos doscientos kilómetros yo estaba siendo una víctima más de su monótona melodía. A ello se unía el devastador efecto que produce el cambio de luz del amanecer. El alba le ganaba la batalla a la oscuridad y el resultado eran unos reflejos rojizos en las montañas que nos rodeaban. Esta suerte de crepúsculo sangriento hacía aún más irreal y vaporoso el final de nuestro viaje. Los párpados empezaban a pesarme como si fuesen dos enormes planchas de plomo macizo.
Penélope había insistido en turnarse conmigo en el viaje de regreso a Oviedo; pero yo jamás se lo habría permitido. Algunos lo llamarían machismo; pero lo cierto es que mi mentalidad “de la vieja escuela” no lo consentiría por una simple razón de cortesía masculina.
Eché una mirada de soslayo a mi acompañante. Había reclinado el asiento por completo y se había cubierto con una ligera manta de viaje. Por un segundo tuve la fugaz sensación de que no estábamos allí por simple casualidad. Mucha gente se empeña en afirmar que cuando los caminos de dos personas se cruzan nada sucede por azar, y les gusta llamarlo Destino.
Balbi era una de esas personas practicantes del taoísmo defensoras a capa y espada de esa idea tan romántica y dramática a la vez de que todos estamos predestinados a encontrar un alma gemela. El Ying y el Yang, la causa y el efecto, la acción y la reacción. En mi caso particular si existía una media naranja yo debía de ser un medio limón, porque no acababa de dar con esa persona que teóricamente te ha de servir de complemento y apoyo. No era propio de mí filosofar sobre mí mismo. La somnolencia del amanecer me había hecho desvariar. Era el momento de buscar una gasolinera con cafetería.
Creía recordar haber pasado hacía poco un cartel indicador, pero podría haberlo soñado igualmente. Me froté las sienes con las manos y me di unos ligeros cachetes para despabilar. Penélope debió de sobresaltarse con mis rudimentarios métodos de estimulación, porque la sentí revolverse a mi lado. Apartando la manta de viaje asomó su adormilado rostro frotándose los ojos con el dorso de las manos.
—¿Dónde estamos ya? —lanzó una rápida mirada al navegador de viaje.
—Llegando… estamos a ochenta kilómetros. ¿Te apetece desayunar? —un bostezo involuntario se me escapó, acompañado de un estiramiento de la espalda bastante inapropiado. Me excusé:
—Perdona, estoy que me caigo, necesito una dosis doble de cafeína… —ella bostezó también, desperezándose ruidosamente.
—No hay nada que perdonar… ¿No sabes lo contagiosos que son los bostezos?
Colocó el asiento en la posición habitual atusándose el cabello con una incipiente coquetería femenina. Bajó el parasol del lado del acompañante y se guió por el espejo de cortesía para acabar de colocar su melena en una especie de caótico orden estudiado. No pareció convencerla demasiado el resultado, porque con un mohín de protesta me indicó que agradecería que no la mirase hasta que se hubiese acicalado un poco. Me hizo gracia porque era la primera vez en mi vida que veía a una mujer tan radiante recién levantada. Ese aire descuidado le daba un toque ciertamente adorable. Pasamos por delante de otro cartel indicador. No lo había soñado. La próxima desviación nos llevaría a un área de descanso con gasolinera y cafetería.
Sentados en una pequeña mesa redonda comenzamos a desayunar en silencio, absortos en nuestros pensamientos. Volví a mirar mi teléfono móvil. No sabía nada de Balbi desde ayer por la mañana, antes de ir a reunirnos con la monja. La había llamado varias veces para ponerla al corriente, pero su terminal aparecía como “Apagado o fuera de cobertura”. Estaba un poco inquieto; no era propio de ella descuidarse de ese modo. En el teléfono de la oficina tampoco me había respondido nadie. Lo primero que haría en cuanto la viese sería echarle una buena reprimenda. Penélope debió de notar la sombra de la preocupación en mi semblante, porque no tardó en preguntarme.
—¿Estás bien? Pareces cansado. Si quieres conduzco yo los kilómetros que faltan. Al menos yo he dormido un poco… ¡Dios, que hambre tengo…!
—No, no es nada… Es una tontería sin importancia… ¿Te ha contestado tu padre?—añadí cambiando de tema.
—Pues no… parece habérselo tragado la tierra. Ni me contesta ni me devuelve las llamadas. Es como si supiera para qué le llamo y estuviese escurriendo el bulto… —Penélope frunció la boca en una mueca grave antes de chasquear la lengua con fastidio.
—No parece el tipo de hombre que le dé la espalda a los problemas… —dije sin pensarlo demasiado, tratando de consolarla.
—No, no es de los que se achican ante las dificultades. Al contrario. Siempre parece estar buscando nuevos retos y nuevos adversarios. El miedo que yo tengo es que empiece a considerarme un adversario a mí —se quedó pensativa unos instantes, con una magdalena a medio camino de su boca—. No te imaginas el daño que puede hacerle a su carrera mi pasado, Balagar… en estos momentos me estoy convirtiendo en un serio problema para él y para su partido… Todas sus aspiraciones, todos sus sueños…
—Es imposible que lo sepa, a menos que… —no acabé la frase.
—¿A menos que… qué? —Penélope parecía expectante.
—A menos que los hombres que mandó Ernesto a vigilarnos lo hicieran por orden de tu padre.
—Padrastro… al parecer —me corrigió ella con acierto.
—¿Cómo es la relación entre tu novio y Adolfo?
—Yo creo que buena… —contestó ella llevándose otra magdalena a la boca—. Ernesto siempre le ha respetado muchísimo.
Le aparté una pequeña miga de la comisura de la boca. Ella se sonrojó ligeramente, bajando la vista un poco avergonzada. Le dediqué una de mis mejores sonrisas antes de preguntarle de nuevo.
—¿Cómo un yerno respetaría a un suegro o como un empleado respetaría a un jefe?
—No lo sé, Balagar… ¿Cómo quieres que lo sepa? ¿No vas a comerte esta galletita de cortesía? —añadió desenvolviendo una pequeña galleta caramelizada—. ¿En qué se nota?
—Tienes razón, perdona… debo de estar volviéndome paranoico… ¿Nos vamos?
Cuando llegamos a Oviedo lucía un sol de justicia pese a que solamente eran las ocho de la mañana. El buen tiempo parecía haber llegado con anticipación. Habíamos pasado la última media hora evitando deliberadamente hablar de lo que supondría para ella enfrentarse a su nuevo pasado. Ambos sabíamos que escarbar en la vida de las personas de esa manera afectaba a todo tu entorno.
No quise ponerla más nerviosa de lo que ya parecía estar. Aparqué su coche en doble fila delante del portal de mi oficina y la invité a bajarse conmigo a tomar un café. Ella rechazó mi invitación alegando que quería pasar por su casa a ducharse y prepararse para la reunión con Judith y Natalia. Insistió en que me quedase con el sobre lacrado para evitarle la tentación de abrirlo a solas, y quedamos citados para después de comer en la asociación. Supe por su mirada que había sentido el mismo impulso que yo de despedirme con un amistoso beso informal; pero acabó tendiéndome la mano.
La estreché con frialdad profesional y me despedí. Me fijé en que “El Vinagre” no se había perdido ni un solo detalle de nuestros movimientos. Nada más entrar por la puerta me espetó:
—Buenos días, señor.
—Hola...
Parecía que al fin había dejado de ser indetectable en su radar. Verme bajar de un súper-deportivo acompañado por una mujer tan atractiva seguramente me había hecho ganar un buen montón de puntos en su particular baremo de jerarquía social. ¡Pobre diablo!
Subí las escaleras comiéndome los escalones de dos en dos; y al llegar a la puerta vi con desaliento que Balbi no había llegado todavía. Una vez en la oficina comprobé que todo estaba tal cual yo lo había dejado el lunes. Nadie parecía haber pasado por allí en esos dos días.
En la centralita telefónica parpadeaba una luz intermitente roja. Pulsé el botón del contestador automático y saqué una pequeña libreta para tomar apuntes. Nada digno de interés. Tres llamadas de posibles clientes y otras dos de Edurne, una antigua ex novia que parecía estar empeñada en revivir tiempos pasados.
Supuse que Balbi estaría trabajando en alguno de los casos, porque una de las llamadas era del lunes por la mañana. Cogí el dinero que había dejado en la pequeña caja de caudales y fui al banco a ingresarlo. Ese día ya era miércoles 1 de junio, y a primeros de mes se me amontonaban los gastos a cubrir —el primero de ellos la nómina de Balbi, que tenía prioridad absoluta ante todo lo demás.
Cuando salí del banco me sentí un poco más tranquilo. Ese mes las cosas marchaban especialmente bien, al menos en el aspecto económico. los clientes que se habían retrasado en sus pagos se habían puesto al corriente, así que por primera vez en muchas semanas disfrutaba de algo de liquidez. Eso merecía una celebración.
Volví a llamar al número del móvil de Balbi, sin resultado de nuevo. Tal vez se encontrase enferma. Era la única explicación. En el banco me habían dicho que no había pasado por allí en los últimos días; y eso sí que era extraño; porque todos los lunes se encargaba de hacerle la liquidación de los cupones al vendedor de la ONCE del parque del Campillín.
Siempre salía un poco antes los lunes para recogerle todos los cupones que le sobraban del fin de semana, y se ocupaba de ponerle al día los pagos pendientes desde el viernes. Ese lunes me habían dicho que no había pasado por allí; y eso sí que no era propio de ella. Pasaría por su casa para salir de dudas. Podría haberse dormido; o tal vez se hubiese vuelto loca de remate y estuviese dando rienda suelta a la pasión con su lujurioso vecinito.
Una vibración en el bolsillo de los pantalones me sacó de mis cavilaciones:
—Dígame… —Una voz masculina me respondió con gravedad.
—Buenos días; le llamo del Hospital Central de Oviedo… ¿Conoce usted a Balbina Torres?
—Sí, claro… ¿le ha pasado algo?
—Bueno... ¿Es usted familiar de primer grado? ¿Su pareja, quizás? Hemos localizado su teléfono móvil y le tiene a usted asignado como predeterminado para casos de emergencia.
El Gobierno había hecho hacía mucho tiempo hincapié en lo necesario de tener asignado un teléfono de confianza por si le resultaba necesario a los servicios de emergencia. Nunca habría creído que un día lo fuese a utilizar nadie. En silencio bendije la capacidad de previsión de mi inigualable Balbi.
—No, no… —respondí azorado— somos compañeros de trabajo… No tiene familia, que yo sepa… ¿Ha preguntado por mí? ¿Se encuentra bien?
—Pase usted por aquí si es tan amable. Necesitamos cubrir un informe. La policía ya ha levantado un atestado.
—¿Atestado? Ella no tiene carnet de conducir… ¿La han atropellado?
—Verá usted, señor… —mantuvo expectante las últimas sílabas.
—Balagar, Balagar Fartón.
—Pues bien, señor Fartón. No estoy autorizado a darle esa información. Si es tan amable y se persona por aquí estoy seguro de que le atenderá con sumo gusto cualquiera de mis compañeros del Servicio de Urgencias. Yo estoy en el Servicio Administrativo.
Su voz sonaba educadamente cortés, muy profesional; pero a la vez muy fría y lejana. Era el tipo de voz de la persona acostumbrada a dar malas noticias sin que se percibiese en su tono de voz que estaba dando precisamente eso… malas noticias.
—No se preocupe, en menos de media hora estoy ahí —contesté malhumorado.
“¡Malditos funcionarios”! rezongué por lo bajo para mis adentros… “¿Qué trabajo le costaba decirme algo de utilidad?”
Lo primero que hice fue marcar el número de teléfono de mi amigo José Medallas. Era un poco difícil que estuviese en su oficina, porque era la hora a la que solía salir a desayunar, así que seleccioné el número de su teléfono móvil. Una voz inconfundible me contestó al segundo tono.
—Coño, Balagar… ¿Qué necesitas esta vez?
La voz sonaba jovial; al parecer todos los problemas que tenía el lunes cuando le había ido a visitar con “mi problemilla” con la grúa habían desaparecido. Me agradó reconocer al Medallas de siempre.
—Buenos días, amigo… Necesito un favor, para variar. Me acaban de llamar del hospital… ¿Te acuerdas de Balbi?
—Hombre, no me voy a acordar… Si no fuera porque sé qué es lo que tiene entre las piernas ya la hubiese invitado a salir a bailar hace tiempo… —una carcajada retumbó al otro lado de la línea telefónica.
—Oye, Medallas… en el hospital me acaban de decir no sé qué de un atestado. Estoy un poco preocupado por ella… ¿Podrías decirme algo mientras yo subo al hospital? Creo que algún cabrón la ha atropellado o algo así…
—La duda ofende… —afirmó con seriedad—. Ahora mismo me pongo a ello. Acabo el café y me acerco a mi despacho.
—Te debo una... —añadí agradecido.
—No; no me debes una; me debes un montón… Anda, vete subiendo, que en diez minutos te digo algo... Tienes suerte de que me has pillado de buenas y al lado de la comisaría.
—Gracias, amigo…
Llamé a un taxi. Rogué para que a Balbi no le hubiera pasado nada grave. Me habían llamado con su teléfono, lo que significaba que ella no se encontraba en muy buenas condiciones. Crucé los dedos confiando en que todo hubiese sido un susto sin demasiadas consecuencias. El teléfono empezó a sonar de nuevo. “Número privado”… seguro que era Medallas.
—¿Si? —hice una señal al taxista para que bajase un poco el volumen de la radio. El taxista me lanzó una mirada de soslayo aviesa y malintencionada.
—Balagar, soy yo…
—Dime, José… ¿Sabes algo? —El silencio que se produjo me indicó que Medallas estaba escogiendo las palabras que vendrían a continuación. Me puse en guardia, preparado para cualquier cosa que me hubiese de venir.
—A ver… —dijo al final con la voz rasposa—. No sé cómo decírtelo con sutileza. Balbi está muy jodida, Balagar… al parecer la encontró hoy de madrugada un chaval que estaba haciendo footing. Estaba tirada en una cuneta en un apartadero cerca del embalse de Los Alfilorios, en una zona donde no hay cobertura de teléfono, muy alejada de la carretera. Llevaba encima el bolso con toda la documentación, y no le faltaban las tarjetas de crédito.
No llevaba dinero en efectivo, por lo que el móvil de un robo no queda descartado; pero todo parece indicar que fue atropellada… La patrulla que acudió a la llamada de socorro informó de que llevaba puestas sus joyas en los dedos y que no le faltaba el reloj ni el teléfono móvil. Fue encontrada inconsciente y parece ser que perdió mucha sangre; pero el equipo de soporte vital logró estabilizarla para su traslado al centro médico a primera hora de la mañana. El informe preliminar está firmado a las 7:45 h.
—A las 7:45 h. de la mañana… ¿Qué demonios podía hacer Balbi al amanecer en Los Alfilorios? No tiene sentido, Medallas….
—Bueno... El atestado lo hicieron los compañeros de la patrulla porque al parecer había marcas de neumáticos justo antes y después del cuerpo de Balbi, como si hubiesen acelerado para atropellarla una y otra vez. Todo parece indicar que algún conductor borracho la atropelló y luego se dio a la fuga; pero que por la razón que sea se ensañó con ella… Los zapatos no aparecieron en la zona del atropello, policontusiones de carácter muy grave, marcas de rodaduras… Estamos comprobando las cámaras de tráfico de la zona para ver si damos con el cabrón que lo hizo. No te preocupes, serás el primero en enterarte, no te quepa duda.
—Gracias, amigo.
Hacía un buen rato ya que habíamos llegado a la puerta del hospital. El taxista había parado el vehículo, pero no el taxímetro, que seguía funcionando mientras yo hablaba por teléfono. Le di al taxista el dinero justo. La propina ya se la había cobrado él de antemano.
En admisiones me informaron de la habitación en la que habían instalado a Balbi. Estaba en uno de los boxes de observación, en Urgencias. Me hicieron una tarjeta digital provisional para poder entrar.
Me acompañó una enfermera de mirada ausente y gesto taciturno. Saltaba a la vista que su rutina diaria la tenía deshumanizada por completo, y lo cierto es que nadie podría culparla; porque las escenas que se repetían en cada uno de los cubículos eran cuanto menos descorazonadoras. En ese momento fui consciente de la saturación moral de trabajar en sitios como la UVI o Urgencias. No me extrañó en absoluto que todos los directores de centros sanitarios estuviesen cansados de firmar bajas laborales por estrés y por depresión; porque después de un par de semanas allí yo también la pediría.
Cuando al fin llegué al lado de Balbi casi deseé por un segundo no haber ido. Metida en aquella camilla parecía una crisálida gigante rodeada de cables y de tubos. Tenía la cabeza vendada, y solo se le podían ver unos ojos amoratados. Una de las piernas le colgaba de un cable de acero en cabestrillo del techo. Le habían escayolado casi todo el cuerpo. Me quedé en silencio observándola, incapaz de reaccionar; sintiendo miles de cosas a la vez: lástima, incredulidad, dolor, miedo…
—Buenos días. Soy el doctor Antuña. ¿Es usted familiar del señor Torres?
—Buenos días. No, no soy familiar; pero soy lo más parecido que se va a encontrar... Y le agradecería que en lo sucesivo se refiriese a Balbi como “la señorita Torres”. Supongo que han tenido acceso a su documentación personal; pero me consta que eso ya lo sabe… ¿no?
—Yo solo entiendo de características físicas; y en lo que a mí respecta la señorita Torres (como usted la llama) es un caballero; pero bueno… si a ustedes les hace felices yo le llamaré como ustedes quieran. Si quiere que la llame Bambi la llamaré Bambi… ¿Es su novia?
—Balbi, no Bambi... Balbina —repuse en tono tajante—. ¿Es usted homófobo, doctor, o simplemente gilipollas? Creo que en su juramento hipocrático no se hacen distinciones de raza, sexo o condición social… ¿o me equivoco? —me entraron unas ganas enormes de estamparle una bofetada, pero me contuve—. En fin... —añadí, tratando de ser cortés—. Dígame por favor cómo está; que es a lo que he venido y déjese ya de estupideces.
Este último comentario no pareció agradar demasiado al doctor, que sacó con evidente desgana unos informes de un voluminoso portafolios. Les echó un vistazo rápido y con marcado acento teatral comenzó su exposición:
—La paciente presenta un cuadro clínico de policontusiones. Fractura craneal abierta en la región occipital. Se le observa abundante hemorragia, corregida con cirugía menor en el mismo momento de su ingreso.
—Perdone, doctor, pero no me estoy enterando muy bien de lo que me quiere decir. Yo no entiendo de medicina. ¿Cuál sería entonces su conclusión?
—Mi conclusión es que aún es demasiado pronto para decirle nada —respondió con hostilidad—. Ahora mismo su estado es crítico y la evolución que presente en las siguientes 48 horas será decisiva. Lo más probable es que salga de esta, pero que arrastre secuelas de por vida.
—¿Secuelas? —la voz se me atragantó, casi sin atreverme a imaginar el alcance de las posibles “secuelas”.
—Tenga usted en cuenta —añadió el médico suavizando un poco la voz— que a pesar de que la contusión craneal no llegó a fragmentar el hueso por completo sí que fue lo suficiente contundente para abrirle una brecha importante. Aparte de la hemorragia, que ya ha sido subsanada por completo, hemos detectado una leve pérdida de masa encefálica. No podría predecirle las consecuencias, pero el porcentaje de afectación en casos como este es casi seguro —al decir esto último noté un atisbo de humanidad en su mirada.
—Gracias, doctor… ¿Puedo quedarme con ella un poco?
—No solo puede, sino que debe… Hay muchas teorías al respecto, pero mi experiencia me ha hecho llegar al convencimiento de que las palabras de aliento de los familiares y el contacto físico (tocarles, acariciarles, apretarles las extremidades) a los pacientes de este tipo les viene bien. Algo ha de haber que conecte cuerpo y mente, porque los enfermos desahuciados por sus familiares suelen presentar una involución evidente.
—¿Cree usted que a ella le servirá de algo que yo esté aquí hablándole?
—Lo único que ayuda en estos casos es la fe en Dios, señor mío… Les dejo a solas. Si vuelve mañana a mediodía a lo mejor le puedo dar un poco más de información.
El doctor Antuña salió con paso rápido del cubículo dejando tras de sí un auténtico mar de interrogantes para mí.
Me aproximé con cuidado al camastro de Balbi. En realidad era una camilla anclada a un bastidor de acero. Entre el mar de tubos y gomas que le entraban y salían del cuerpo destacaban unas correas que la sujetaban firmemente a la camilla. Entre la escayola que le cubría casi todo el cuerpo y la postura en la que la tenían postrada por un momento me sentí igual que un colegial cuando asiste por primera vez al museo de ciencias naturales para ver su primera momia. Aparté rápidamente esa idea de mi cabeza. Balbi siempre había sido una mujer con una energía contagiosa. Su vitalidad se sobrepondría a este accidente.
Acerqué mi mano a su cabeza para acariciarle el pelo, solo para darme cuenta de que le habían rapado la cabeza al cero. Apresé una de sus manos y le empecé a susurrar palabras de aliento al oído. Nunca le había dicho lo mucho que la necesitaba a mi lado. Nuestra relación (al margen de lo estrictamente profesional) tenía mucho de parasitaria. Unas veces yo era huésped y ella parásito; pero la mayoría de las veces yo era quien más necesitaba de ella. Había llegado a quererla como un hermano quiere a una hermana; y nunca me había tomado la molestia de hacérselo saber.
Querer. Sinónimo de amar, necesitar, adorar… Ese verbo era un verbo tabú en mi vida, reservado tan solo a contadas personas y en contadas ocasiones. Había tenido novias que nunca habían sido agasajadas con esa palabra, porque la frase “te quiero” encierra demasiadas promesas, demasiada dependencia, demasiada confianza en la persona a la que va destinada. En ese preciso instante yo estaba siendo consciente de que Balbi era propietaria de todo eso y mucho más. No podría soportar la idea de perderla. Ambos éramos unos solitarios hechos a sí mismos; nuestro pasado discurría por derroteros comunes; y en el fondo lo que me asustaba era la certeza de que yo podría ser ella en ese mismo instante.
Me imaginé ingresado en un hospital, sin familia que acudiese a darme consuelo y compañía. La perspectiva no era nada envidiable. En ese momento recordé que me había hablado en cierta ocasión de que tenía un hermano; pero que no se hablaban desde hacía muchísimos años. Al parecer no había sentado demasiado bien en su familia (de carácter conservador a todas luces) que su hijo decidiera comportarse públicamente como una mujer. No habían sido capaces de asimilar que a veces la Naturaleza tiene el capricho de encerrar un alma de mujer en un cuerpo de hombre, y viceversa.
En cierta medida le habían empujado a ser todo lo que había sido; porque para ganarse la vida había comenzado a prostituirse. Aquel dinero “fácil” (a mi entender el dinero ganado con la prostitución de fácil tiene poco ciertamente) le había permitido ir saliendo adelante con mayores o menores dificultades. Ella nunca admitía que le hubiese hecho daño el rechazo de su familia; pero en el fondo ambos sabíamos que en los momentos difíciles quien realmente tiene la llave para hacerte sentir bien son la familia y los amigos.
Decidí que esa tarde llamaría sin falta a su hermano. No sería demasiado difícil encontrarle. Volví a acariciarle la mano a Balbi, fijándome en un detalle que hasta el momento me había pasado inadvertido. En las muñecas se podía apreciar una estrecha línea amoratada que las rodeaba de lado a lado en perfecta circunferencia. Su color violáceo indicaba que no eran demasiado recientes. Súbitamente me invadió una sensación de furia y de ansia de revancha. No tenía sentido; era prácticamente imposible; pero allí estaba la muestra evidente de que alguien parecía haberse tomado demasiadas molestias en que Balbi se encontrase ahora mismo en este estado. Con la violencia y la pasión del momento me incorporé como un animal enrabietado saliendo en busca del doctor Antuña.
Me lo encontré en la sala de guardias tomándose un café con una enfermera que no parecía hacerle demasiados ascos a su galantería. La tenía asida por un brazo mientras le contaba algún tipo de anécdota, al parecer divertida. Ambos parecían disfrutar de ese contacto, porque las carcajadas que se les escapaban podían escucharse desde lejos. De hecho lo que me había guiado hasta allí como una potente luz a una polilla había sido la voz del doctor Antuña. Era evidente que en sus momentos libres el buen doctor se entregaba a una de las pasiones más humanas que existen.
Me pregunté si la enfermera que tan bien se dejaba querer se habría fijado en el voluminoso anillo de casado que portaba con indiferencia en su dedo anular derecho. No tenían demasiada pinta de ser marido y mujer. Estaba cansado de perseguir a tipos como él en mi día a día. Hice una pequeña reseña mental de que nuestros caminos casi seguro que volverían a cruzarse en un futuro; pero en esa ocasión yo sería el cazador y él acabaría suplicando. Di unos toques con los nudillos en la puerta de entrada para anunciar mi llegada, y las carcajadas cesaron de repente. En su lugar me vi enfrentado a unos amenazadores ojos negros que parecían taladrarme.
—Esto es zona restringida. Solamente personal sanitario —masculló entre dientes ofendido el doctor Antuña—. Salga ahora mismo de aquí o llamo a Seguridad.
El doctor hacía gala de una seguridad envidiable, sin duda insuflada en parte por las miradas de reproche que me lanzaba su acompañante como dagas envenenadas.
—No me iré hasta que no me explique un par de cosas, doctor…
—No tengo nada que explicarle. Ya le he dado mi informe. Si le parece que no ha sido suficiente es su problema. Verá usted, caballero… puedo entender que le duela ver a su novia en ese estado. Personalmente le diré que yo lo veo una abominación; pero desde el punto de vista médico no deja de ser un cuerpo y… —no le dejé acabar la frase. En ese mismo momento había cruzado todas las líneas de lo cortés, lo educado y grosero que yo habría permitido a cualquiera, fuese médico, barrendero o presidente del Congreso.
Había desatado la famosa “ira Balagar” (mi círculo de amistades siempre había afirmado que cuando me enfurecía sufría una auténtica transformación, volviéndome un demonio insensible a las súplicas y al perdón. Yo no compartía esa visión de mi persona; pero en todo caso era de suponer que mejor lo sabrían ellos que yo).
—Escúcheme, subnormal… —le encajé, arrastrando las palabras mientras le fulminaba con la mirada—, voy a respetarle porque estamos en un lugar público y porque seguramente esta señora con pinta de amargada le tiene en un pedestal. No voy a entrar en consideraciones de tipo moral, porque sería como hablarles a los cerdos de la fusión atómica; pero sí que voy a entrar en consideraciones de tipo profesional… Es usted un incompetente y un inútil, eso para empezar; ¿le parece bien?
Los insultos personales parecían no haber hecho mella en él, pero el mentar su capacidad profesional pareció incomodarle un poco. Reprimió el ademán de marcar el número de teléfono que estaba a punto de teclear y acercó el auricular de nuevo a la centralita.
—¿De qué me está usted hablando, mequetrefe? ¿Es usted médico, acaso?
Parecía divertido por mi oposición, acaso anticipándose a mi derrota intelectual. Seguramente ya estaba regodeándose en el placer de verme asumir mi inferioridad académica frente a él.
Noté cómo elevaba los hombros a una posición más erguida mientras me taladraba de nuevo a través de sus gruesos anteojos. Me acerqué a él un par de pasos; y él retrocedió prudentemente. Era un cerdo homófobo y arrogante; pero no era tonto; y sabía leer en mis ojos que si en ese momento le hubiese tenido lo suficientemente cerca posiblemente le hubiese obsequiado con un buen bofetón. Decidí optar por la vía civilizada.
—No hace falta ser médico para darse cuenta de algunas cosas, doctor Antuña… Si dejase usted de perseguir a las enfermeras y se limpiase esas gafas de culo de botella que se gasta se daría cuenta de detalles que hasta los ignorantes somos capaces de ver —en ese momento la enfermera debió de sentirse agredida.
—Carlos… —exclamó escandalizada—. Llama a seguridad ahora mismo. Si no lo haces tú lo hago yo…
—Uy… Carlos… —pensé. Al parecer la relación era más estrecha de lo que yo creía.
—No; no hará falta; ya me voy yo solito —repuse con suavidad antes de añadir con sorna:
—Una cosa solamente, doctor… Me he fijado en que las correas con las que tienen atada a Balbi son de aproximadamente 5 cm de ancho (igual que las que están usando habitualmente los servicios de emergencia móviles). Cuando sus deberes se lo permitan le sugiero que se acerque a su paciente y observe que en torno a las muñecas se cierran unas marcas muy profundas y estrechas; de aproximadamente medio centímetro o menos.
El rostro del médico continuaba siendo una máscara de cera. Continué.
—Esas marcas no hace falta ser médico para intuir que fueron causadas por algún tipo de cuerdas usadas para maniatarla. Yo me atrevería a insinuar que por mordazas de plástico. Hay unas bridas de plástico que en ciertos ambientes pueden ser usadas como esposas. Son muy efectivas; pero tienen la particularidad de dejar este tipo de marcas. Pero eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctor? —la cara del doctor seguía sin demostrar ningún tipo de emoción. Volví a arremeter con mis observaciones.
—Al darme cuenta de ese detalle me fijé un poco más en la presencia física de mi amiga. Como ya le he dicho no soy médico, pero tengo ojos en la cara; y me he dado cuenta de que en la mandíbula derecha presentaba unas marcas regulares y con forma redondeada. Creo que alguna vez habrá asistido a heridos en peleas callejeras y estará harto de ver este tipo de lesiones también ¿verdad, doctor? —No me respondió, pero la lividez de su rostro me indicó que había acertado de lleno.
—Sí, doctor; marcas de puñetazos; pero no de puñetazos normales… ¿Sabe usted lo que son los puños americanos? Supongo que sí; pero le refrescaré la memoria: los puños americanos son una especie de armazones metálicos que se colocan en las manos con la intención manifiesta de multiplicar exponencialmente el daño que se produce al golpear a una persona. Pues bien, doctor mío… estoy seguro de que si se hubiese tomado la molestia de observar con un poco más de atención a su paciente se habría dado cuenta de ese tipo de señales. Corríjame si me equivoco; pero estoy seguro de que alguna costilla estaría fracturada a intervalos irregulares, aleatorios. En los golpes causados por un atropello las heridas que causa el chasis son perfectamente regulares, normalmente, ¿no es así? —unas perlas de sudor frío empezaron a poblar la frente del médico, que empezaba a sentirse perdedor en nuestra singular batalla.
—Y para concluir y acabar de poner de manifiesto su incapacidad; la más grave de todas… ¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta de las marcas que han dejado en su cuello los electrodos de una pistola eléctrica? Cuando se aplica una descarga eléctrica a una persona con una pistola de defensa personal los electrodos dejan unas marcas características, consistentes en dos pequeñas erosiones en la piel semejantes a quemaduras. Yo he contado hasta seis marcas en su cuerpo; y eso solamente en las partes que están a la vista. ¿Es que no se ha dado cuenta de que la han agredido con una porra eléctrica?
—Yo… no... En fin… todo indicaba que se trataba de un… ejem… accidente… yo… yo no sé qué decirle… Carmen, por favor… No llames a Seguridad. Tal vez tenga razón este caballero y tengamos que rectificar el informe que le hemos dado a la policía… ¿Es usted policía, caballero? Creo que le debo una disculpa…
—No; no me debe una disculpa a mí; se la debe a toda la gente que a causa de sus prejuicios o su falta de capacidad profesional haya perjudicado. Es lamentable que gente como usted ocupe un cargo de tanta responsabilidad. Que pasen ustedes un buen día.
Salí del hospital un tanto decepcionado. Balbi había tenido la doble mala suerte de haber sido víctima de un ataque premeditado y de haber sido atendida por un incompetente.
Si la evaluación médica hubiera sido más profesional y exhaustiva no habríamos perdido tanto tiempo y se habrían podido tomar muestras de muchas cosas. Ahora ya era tarde, y era una lástima; porque Balbi seguro que había mostrado una fuerte oposición. Bajo sus uñas seguramente habría muestras de piel de sus agresores y en la ropa habrían quedado sin duda numerosas pruebas y pistas para identificar al responsable de su agresión. Me entró un ataque de rabia, y no pude evitar sentirme un poco culpable. Solamente se me ocurría un candidato, y yo la había empujado hacia él. Además, no había estado para defenderla y eso no me lo perdonaría nunca; pero lo primero era dar con el autor de su asalto.
Todo indicaba que había sido atacada en otro sitio; y que la habían maniatado para contrarrestar su insumisión. Si había aparecido de madrugada seguramente la habían atacado por la noche. En su casa estarían las pruebas que necesitaba.
Salí al hall del hospital y entré en una floristería. a Balbi siempre le habían gustado las rosas rojas. Decía que se sentía identificada con ellas. Puro fuego llameante, pasión… pero una advertencia velada: sus espinas podían causar mucho dolor si no se le trataba con el merecido respeto. Compré media docena, y un jarrón de plástico desechable.
Sabía que no estaba permitido llevar flores a los boxes de urgencias, pero el doctor Antuña seguro que hacía la vista gorda. Al fin y al cabo estaba acostumbrado a hacerlo. Le di un beso a Balbi en la frente, prometiéndole que encontraría al culpable y le haría pagar por ello.
No pude evitar que una lágrima solitaria asomase a mis ojos al dedicarle una última mirada y llamé a un taxi. Creía saber a quién le debía Balbi “ese favor”, y por mi sangre que se lo cobraría con creces.



martes, 24 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 11



Capítulo
11

H
acía más de media hora que había sonado el despertador, pero Evaristo Espinosa Mendoza no acababa de reunir las fuerzas suficientes para levantarse. Se había pasado toda la noche en un duermevela cargado de pesadillas. Desde que había recibido la llamada de su patrón no podía relajarse. Intentaba mentalizarse de que era solamente un trabajo más; uno de tantos.
Nunca le había resultado difícil arrancarle la vida a otra persona. Para él nunca había nada personal, era solamente una forma de ganarse la vida como otras tantas. Sin preguntas. Sin remordimientos. Así había sido siempre y así debería ser esta vez; solo que nunca antes había tenido que matar a una monja. Normalmente se trataba de hombres, hombres con tan pocos escrúpulos como él que debían ser eliminados simplemente por negocios. Ese era su negocio: traficaba con la vida y la muerte.
Malasangre, le llamaban algunos; y motivos no les faltaban. Su currículum estaba repleto de palizas, amputaciones, secuestros, violaciones y hasta asesinatos.
Solamente otra vez en su vida se había sentido así. Solamente otra vez en su vida había estado tentado de mandarlo todo al carajo y volver a su pueblo natal allí en Colombia. Esa noche le había asaltado su recuerdo con toda nitidez. Aún resonaba en sus oídos el llanto sordo de aquella chica que después de ser violada le pedía por favor que respetara la vida de su hija. Recordaba uno a uno los golpes que le había tenido que propinar hasta dejarla medio inconsciente y podía sentir de nuevo la putrefacción que había invadido su alma cuando había apretado el gatillo de su pistola. Se había prometido a sí mismo que jamás volvería a matar niños. Nunca pensó que se vería obligado a matar también monjas.
Encendió un pitillo de hachís. Le temblaban las manos como a un enfermo de Parkinson. Eso no era bueno para el negocio. Se alegró de estar en la hedionda habitación de ese motel de carretera, alejado de la vista de curiosos. Sería su último trabajo, pensó. Intentaría llevar una vida normal en su país, con su mujer y sus dos hijos. Volvería para cuidarles y evitar que se presentase algún día en su casa cualquier malnacido para hacerles lo mismo que hacía él.
Cuando acabó el cigarrillo se abandonó a esa sensación de ingravidez a la que acudía cada vez con más frecuencia. Los fantasmas de su pasado eran insistentes; y a veces no se iban hasta el segundo o el tercer cigarrillo.
Cerró los ojos y se sorprendió recordándose a sí mismo descalzo por los arrabales de Cali primero y de Bogotá después armado con su primera pistola. Recordó su primera ejecución, cuando solamente tenía trece años; y las felicitaciones de los veteranos de su banda. Intentó no pensar en que cualquiera de sus dos hijos podría verse obligado a seguir sus pasos. No era fácil salir de la banda; pero lo tenía todo planeado. Un último trabajo, su último trabajo…
No sabía cuánto tiempo se había quedado traspuesto, pero se levantó de un salto de la cama. Un sudor frío le bañaba el cuerpo. Acababa de tener otra pesadilla. Un hombre colgaba agonizando de una soga, y al momento se transformaba en un bebé que le miraba fijamente a los ojos mientras soltaba una carcajada. No era un buen presagio. Nunca había creído en Dios ni en el Diablo; pero si realmente existía el cielo no era un lugar para tipos como él.
Miró su reloj de pulsera. Era casi mediodía; se le acababa el plazo para llevar a cabo su trabajo. Rebuscó en los bolsos de su mochila y sacó una papelina. Preparó una buena raya y la esnifó con ansia. Necesitaba tener todos sus sentidos alerta. Un hormigueo empezó a recorrerle el cuerpo, llenándolo de esa euforia tan familiar. Empezó a correrle la adrenalina; y por fin se sintió preparado para matar.
Después de una ducha rápida ya estaba listo para la acción. Escogió para ese trabajo un chándal de color oscuro. Le gustaba llevar ropa cómoda para sus encargos. Se calzó unas zapatillas deportivas y guardó la pequeña pistola dentro de su funda, ciñéndosela al torso con unas correas.
La simple idea de llevar un arma le hacía sentirse poderoso; le confería una especie de poder divino; el poder de decidir quien vivía y quien moría. Hacía años que usaba esa pequeña pistola del calibre 22.
Muchos de sus colegas afirmaban que era un arma ridícula por su escasa potencia de fuego (la bala que disparaba no era mucho mayor que una lenteja) pero lo cierto es que en las manos adecuadas era letal. Además; su poco peso y tamaño la hacían perfecta para su trabajo, amén del poco ruido que generaban sus disparos. Volvió a palparla con satisfacción. En su profesión la herramienta de trabajo era algo sagrado, íntimo, insustituible. Recogió todas sus cosas con meticulosidad y cerró la puerta.
Media hora después aparcaba su pequeño Opel Corsa de alquiler en el único aparcamiento que encontró. Llevaba dadas tres vueltas a la manzana sin éxito, y ya estaba preocupado porque podría acabar llamando la atención.
Hacía varios minutos que había empezado a diluviar con una violencia extraordinaria, y no le apetecía lo más mínimo empaparse al salir. Se preparó otra dosis de cocaína, ayudándose para esnifarla de un billete de 10 euros. Estaba a punto de salir del coche cuando una pareja pasó como una exhalación a su lado, abrazados el uno al otro y desafiando a la lluvia sin paraguas ni ropa de abrigo. Creyó reconocer en ellos a la pareja que había generado tanto interés en su patrón; pero no estaba allí para eso. Suspiró y volvió a palpar la funda sobaquera. Era la hora. No quedaba mucho tiempo hasta la hora de comer, y ya se había retrasado demasiado.
Saltó el muro de piedra sin demasiadas complicaciones. Se aseguró de que la calle estaba desierta de peatones y de coches circulando. Al caer al suelo al otro lado del muro rodó sobre su cuerpo amortiguando la caída. Echó una mirada en derredor. Nadie le había visto. Cruzó los dedos confiando en que su presa estuviese haciendo tiempo en su habitación hasta la hora de comer.
En el exterior el viento volvía a arreciar en ese preciso instante y la mansa cortina de lluvia que caía se había convertido en auténticos perdigones del tamaño de garbanzos. Ajustó la capucha de su sudadera apretando los cordones. No le gustaba mojarse; no le gustaba trabajar a plena luz del día y no le gustaba actuar como un ángel de la muerte
sin tener ningún plan establecido.
Con prudencia atravesó el jardín y el pequeño bosque que rodeaba la pequeña capilla y reconoció la silueta de la anciana a través del vidrio de su pequeño balcón. Parecía que estaba de suerte, porque la vieja estaba arrodillada de espaldas a la ventana. Sería una ejecución limpia y sencilla. Se encaramó a unas verjas de la planta baja, aupándose a pulso limpio hasta el balcón de la monja. Seguía en la misma posición, ajena a la desgracia que se cernía en torno a ella. Malasangre sacó con cuidado su arma de la funda, quitándole el seguro. Apuntó a través del cristal, y justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo la anciana cambió de posición. Al parecer había acabado sus oraciones por el momento, porque se levantó con mucha dificultad y se dirigió al cuarto de baño.
Malasangre blasfemó en voz baja. No podía permitir que se le escapase ahora que la tenía tan cerca. Sonrió para sus adentros. Quizás podría empujarla sobre la bañera. Daba la sensación de ser un tallo seco, vieja como una pasa. Todos pensarían que había sido un accidente. Sacó de uno de sus bolsillos una ruleta de carburo de tungsteno, practicando un corte rápido y limpio en el cristal de una de las ventanas. Con sumo cuidado la abrió y se coló en la habitación.
Con paso felino y conteniendo la respiración abrió poco a poco la puerta del cuarto de baño. La anciana estaba sentada, aliviándose sin duda de cargas no tan espirituales. El sicario dudó. No se lo esperaba. No se imaginaba una manera de dar muerte más indigna ni humillante. Ella le miraba directamente a los ojos. Le dejó paralizado. En su rostro no había miedo, ni tan siquiera sorpresa. Parecía que le llevase esperando años. Se sintió como un niño al que su madre acaba de pillar robándole en el monedero; incapaz de pensar, incapaz de moverse.
—Vístase, señora —acertó a decir trabajosamente.
—Llevo años esperando este momento. No pierdas tiempo, hijo; haz lo que has venido a hacer y márchate. Está a punto de llegar mi asistente. No querrás que te vea nadie, supongo…
Malasangre no movió ni uno solo de sus músculos. Su cara era una hierática máscara de hielo. La sorpresa había hecho descolgarse su mandíbula dotándole de una apariencia bobalicona que contrastaba con la fiereza de su amenazadora postura.
—Procura hacer bien tu trabajo —continuó la anciana despreocupadamente—. No quisiera tener que seguir esperando. Es el momento de descansar…
Al decir esto abrió los brazos esbozando una sonrisa, como esperando con deseo la llegada de la muerte.
Ese gesto acabó de desconcertar a su asesino, hasta el punto de que empezó a frotarse los ojos, temiendo sin duda estar inmerso en otra de sus frecuentes pesadillas. Se puso nervioso, y empezaron a temblarle las manos. Lo habitual en esos casos era rogar por tu vida; sollozar, suplicar… Esta señora estaba rogándole todo lo contrario.
Su determinación se vino abajo. Era incapaz de dispararle de frente a una anciana que le miraba directamente a los ojos. Siempre colocaba a sus víctimas de espaldas. Volvió a blasfemar.
El momento más difícil de su trabajo era precisamente ese, la fracción de segundo que tardaba el alma en abandonar el cuerpo. Él siempre había creído que el alma se escurría con la última mirada, de ahí que en sus ejecuciones se cuidara muy mucho de ponerles de espaldas. Esas miradas eran de las que te acompañaban el resto de tu vida.
No obstante no tenía elección. Si fracasaba en su trabajo otro lo haría por él y su familia en Colombia sufriría las consecuencias. Una duda comenzó a cobrar cuerpo en su interior.
—Dígame una cosa, señora… Si tenía tantas ganas de morir ¿por qué no se ha matado usted misma? Me hubiese evitado muchos problemas, créame… —en la musicalidad de su marcado acento latino se dejaba traslucir la curiosidad.
—Hijo mío… Dios Nuestro Señor nos ha puesto en este mundo con una finalidad. Él decide cuando ha de dar vida o negarla y nosotros no podemos tomar esa decisión por él. Mi viaje por este mundo ha llegado a su fin y ahora he de dar cuentas por mis acciones. Dame la satisfacción de una muerte rápida. Tengo ganas de descansar, estoy muy cansada….
—Cúbrase, señora y déseme la vuelta… no lo voy a hacer mientras usted me esté mirando...
—Como quieras, muchacho...
Una vez dicho esto la monja se levantó de su deshonroso asiento, volviendo con lentitud a ocupar su lugar en el viejo y desgastado reclinatorio que tenía a los pies de su cama.
El asesino se fijó en los extraños grabados que tenía en la parte superior de la banqueta, asombrándose al reconocer la imagen de la Cruz de la Victoria en lugar de la cruz católica tradicional. A su lado descansaba la figura de una santa con un niño en brazos que Malasangre no llegaba a reconocer; pero que le resultaba familiar.
—Estoy preparada, hijo mío… ¿Lo estás tú? —la vieja monja se santiguó mientras acababa de formular esa pregunta.
—Que Dios me perdone, señora…
Dicho esto Malasangre apretó el gatillo. Un pequeño estornudo retumbó en la habitación y el cuerpo de la anciana se escurrió con suavidad. Una pequeña mancha de sangre apareció rodeando un minúsculo orificio en la parte posterior de su cabeza, y un pequeño temblor en sus extremidades anunció que el verdugo había cumplido con rigor profesional su tarea.
El olor a pólvora quemada reconfortó al homicida, que se sintió obligado a persignarse. Nunca había creído en nada que no fuese en sí mismo, pero en su infancia había recibido educación católica y en lo más profundo de su ser, se repudiaba a sí mismo por lo que acababa de hacer. La condenación eterna la había ganado con su primer asesinato; pero matar a una sierva de Dios no podría acarrearle más que desgracias.
Reparó en un voluminoso medallón que colgaba del cuello de la vieja y con un tirón seco se lo arrancó. Era la misma imagen que acababa de ver grabada en el reclinatorio. Una Virgen con un niño en brazos rodeada de flores. Decidió que se la llevaría. Su mujer era una ferviente seguidora de la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia. Seguro que le agradecía el presente de la manera que ella sabía que a él le gustaba.
Con ese pensamiento se disponía a abandonar la habitación cuando unos pasos le sorprendieron. Alguien acababa de entrar en la habitación.
Sabía que no debería hacerlo, pero giró la cabeza en dirección al sonido que ya se acercaba con más nitidez y sus profundos ojos oscuros se cruzaron con la mirada incrédula de un auxiliar amanerado que le observaba con gran afectación. Un chillido bastante femenino se escapó de la garganta del recién llegado y en ese momento Malasangre pareció despertar de un letargo invernal. Con un respingo volvió a girarse y con la agilidad propia de un gato montés saltó por el balcón de la habitación.
No era un salto muy largo —unos dos metros y medio—, pero no pudo evitar aterrizar contra el tronco de uno de los árboles del jardín. Se llevó la mano a la frente y observó que empezaba a manar sangre con abundancia. Se olvidó entonces de la prudencia habitual y echó a correr en dirección a la salida.
Le salió al encuentro un vejete con una porra; pero de un empujón se deshizo de él. En un santiamén se encontraba al otro lado del muro, corriendo hacia su modesto Opel Corsa de alquiler. Giró la llave de contacto y salió derrapando calle abajo. Un reguero de sangre le bajaba empapando toda su ropa. Maldijo varias veces y se prometió a sí mismo que al día siguiente cobraría su trabajo y se marcharía con su familia. Estaba harto de esa mierda.