martes, 24 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 11



Capítulo
11

H
acía más de media hora que había sonado el despertador, pero Evaristo Espinosa Mendoza no acababa de reunir las fuerzas suficientes para levantarse. Se había pasado toda la noche en un duermevela cargado de pesadillas. Desde que había recibido la llamada de su patrón no podía relajarse. Intentaba mentalizarse de que era solamente un trabajo más; uno de tantos.
Nunca le había resultado difícil arrancarle la vida a otra persona. Para él nunca había nada personal, era solamente una forma de ganarse la vida como otras tantas. Sin preguntas. Sin remordimientos. Así había sido siempre y así debería ser esta vez; solo que nunca antes había tenido que matar a una monja. Normalmente se trataba de hombres, hombres con tan pocos escrúpulos como él que debían ser eliminados simplemente por negocios. Ese era su negocio: traficaba con la vida y la muerte.
Malasangre, le llamaban algunos; y motivos no les faltaban. Su currículum estaba repleto de palizas, amputaciones, secuestros, violaciones y hasta asesinatos.
Solamente otra vez en su vida se había sentido así. Solamente otra vez en su vida había estado tentado de mandarlo todo al carajo y volver a su pueblo natal allí en Colombia. Esa noche le había asaltado su recuerdo con toda nitidez. Aún resonaba en sus oídos el llanto sordo de aquella chica que después de ser violada le pedía por favor que respetara la vida de su hija. Recordaba uno a uno los golpes que le había tenido que propinar hasta dejarla medio inconsciente y podía sentir de nuevo la putrefacción que había invadido su alma cuando había apretado el gatillo de su pistola. Se había prometido a sí mismo que jamás volvería a matar niños. Nunca pensó que se vería obligado a matar también monjas.
Encendió un pitillo de hachís. Le temblaban las manos como a un enfermo de Parkinson. Eso no era bueno para el negocio. Se alegró de estar en la hedionda habitación de ese motel de carretera, alejado de la vista de curiosos. Sería su último trabajo, pensó. Intentaría llevar una vida normal en su país, con su mujer y sus dos hijos. Volvería para cuidarles y evitar que se presentase algún día en su casa cualquier malnacido para hacerles lo mismo que hacía él.
Cuando acabó el cigarrillo se abandonó a esa sensación de ingravidez a la que acudía cada vez con más frecuencia. Los fantasmas de su pasado eran insistentes; y a veces no se iban hasta el segundo o el tercer cigarrillo.
Cerró los ojos y se sorprendió recordándose a sí mismo descalzo por los arrabales de Cali primero y de Bogotá después armado con su primera pistola. Recordó su primera ejecución, cuando solamente tenía trece años; y las felicitaciones de los veteranos de su banda. Intentó no pensar en que cualquiera de sus dos hijos podría verse obligado a seguir sus pasos. No era fácil salir de la banda; pero lo tenía todo planeado. Un último trabajo, su último trabajo…
No sabía cuánto tiempo se había quedado traspuesto, pero se levantó de un salto de la cama. Un sudor frío le bañaba el cuerpo. Acababa de tener otra pesadilla. Un hombre colgaba agonizando de una soga, y al momento se transformaba en un bebé que le miraba fijamente a los ojos mientras soltaba una carcajada. No era un buen presagio. Nunca había creído en Dios ni en el Diablo; pero si realmente existía el cielo no era un lugar para tipos como él.
Miró su reloj de pulsera. Era casi mediodía; se le acababa el plazo para llevar a cabo su trabajo. Rebuscó en los bolsos de su mochila y sacó una papelina. Preparó una buena raya y la esnifó con ansia. Necesitaba tener todos sus sentidos alerta. Un hormigueo empezó a recorrerle el cuerpo, llenándolo de esa euforia tan familiar. Empezó a correrle la adrenalina; y por fin se sintió preparado para matar.
Después de una ducha rápida ya estaba listo para la acción. Escogió para ese trabajo un chándal de color oscuro. Le gustaba llevar ropa cómoda para sus encargos. Se calzó unas zapatillas deportivas y guardó la pequeña pistola dentro de su funda, ciñéndosela al torso con unas correas.
La simple idea de llevar un arma le hacía sentirse poderoso; le confería una especie de poder divino; el poder de decidir quien vivía y quien moría. Hacía años que usaba esa pequeña pistola del calibre 22.
Muchos de sus colegas afirmaban que era un arma ridícula por su escasa potencia de fuego (la bala que disparaba no era mucho mayor que una lenteja) pero lo cierto es que en las manos adecuadas era letal. Además; su poco peso y tamaño la hacían perfecta para su trabajo, amén del poco ruido que generaban sus disparos. Volvió a palparla con satisfacción. En su profesión la herramienta de trabajo era algo sagrado, íntimo, insustituible. Recogió todas sus cosas con meticulosidad y cerró la puerta.
Media hora después aparcaba su pequeño Opel Corsa de alquiler en el único aparcamiento que encontró. Llevaba dadas tres vueltas a la manzana sin éxito, y ya estaba preocupado porque podría acabar llamando la atención.
Hacía varios minutos que había empezado a diluviar con una violencia extraordinaria, y no le apetecía lo más mínimo empaparse al salir. Se preparó otra dosis de cocaína, ayudándose para esnifarla de un billete de 10 euros. Estaba a punto de salir del coche cuando una pareja pasó como una exhalación a su lado, abrazados el uno al otro y desafiando a la lluvia sin paraguas ni ropa de abrigo. Creyó reconocer en ellos a la pareja que había generado tanto interés en su patrón; pero no estaba allí para eso. Suspiró y volvió a palpar la funda sobaquera. Era la hora. No quedaba mucho tiempo hasta la hora de comer, y ya se había retrasado demasiado.
Saltó el muro de piedra sin demasiadas complicaciones. Se aseguró de que la calle estaba desierta de peatones y de coches circulando. Al caer al suelo al otro lado del muro rodó sobre su cuerpo amortiguando la caída. Echó una mirada en derredor. Nadie le había visto. Cruzó los dedos confiando en que su presa estuviese haciendo tiempo en su habitación hasta la hora de comer.
En el exterior el viento volvía a arreciar en ese preciso instante y la mansa cortina de lluvia que caía se había convertido en auténticos perdigones del tamaño de garbanzos. Ajustó la capucha de su sudadera apretando los cordones. No le gustaba mojarse; no le gustaba trabajar a plena luz del día y no le gustaba actuar como un ángel de la muerte
sin tener ningún plan establecido.
Con prudencia atravesó el jardín y el pequeño bosque que rodeaba la pequeña capilla y reconoció la silueta de la anciana a través del vidrio de su pequeño balcón. Parecía que estaba de suerte, porque la vieja estaba arrodillada de espaldas a la ventana. Sería una ejecución limpia y sencilla. Se encaramó a unas verjas de la planta baja, aupándose a pulso limpio hasta el balcón de la monja. Seguía en la misma posición, ajena a la desgracia que se cernía en torno a ella. Malasangre sacó con cuidado su arma de la funda, quitándole el seguro. Apuntó a través del cristal, y justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo la anciana cambió de posición. Al parecer había acabado sus oraciones por el momento, porque se levantó con mucha dificultad y se dirigió al cuarto de baño.
Malasangre blasfemó en voz baja. No podía permitir que se le escapase ahora que la tenía tan cerca. Sonrió para sus adentros. Quizás podría empujarla sobre la bañera. Daba la sensación de ser un tallo seco, vieja como una pasa. Todos pensarían que había sido un accidente. Sacó de uno de sus bolsillos una ruleta de carburo de tungsteno, practicando un corte rápido y limpio en el cristal de una de las ventanas. Con sumo cuidado la abrió y se coló en la habitación.
Con paso felino y conteniendo la respiración abrió poco a poco la puerta del cuarto de baño. La anciana estaba sentada, aliviándose sin duda de cargas no tan espirituales. El sicario dudó. No se lo esperaba. No se imaginaba una manera de dar muerte más indigna ni humillante. Ella le miraba directamente a los ojos. Le dejó paralizado. En su rostro no había miedo, ni tan siquiera sorpresa. Parecía que le llevase esperando años. Se sintió como un niño al que su madre acaba de pillar robándole en el monedero; incapaz de pensar, incapaz de moverse.
—Vístase, señora —acertó a decir trabajosamente.
—Llevo años esperando este momento. No pierdas tiempo, hijo; haz lo que has venido a hacer y márchate. Está a punto de llegar mi asistente. No querrás que te vea nadie, supongo…
Malasangre no movió ni uno solo de sus músculos. Su cara era una hierática máscara de hielo. La sorpresa había hecho descolgarse su mandíbula dotándole de una apariencia bobalicona que contrastaba con la fiereza de su amenazadora postura.
—Procura hacer bien tu trabajo —continuó la anciana despreocupadamente—. No quisiera tener que seguir esperando. Es el momento de descansar…
Al decir esto abrió los brazos esbozando una sonrisa, como esperando con deseo la llegada de la muerte.
Ese gesto acabó de desconcertar a su asesino, hasta el punto de que empezó a frotarse los ojos, temiendo sin duda estar inmerso en otra de sus frecuentes pesadillas. Se puso nervioso, y empezaron a temblarle las manos. Lo habitual en esos casos era rogar por tu vida; sollozar, suplicar… Esta señora estaba rogándole todo lo contrario.
Su determinación se vino abajo. Era incapaz de dispararle de frente a una anciana que le miraba directamente a los ojos. Siempre colocaba a sus víctimas de espaldas. Volvió a blasfemar.
El momento más difícil de su trabajo era precisamente ese, la fracción de segundo que tardaba el alma en abandonar el cuerpo. Él siempre había creído que el alma se escurría con la última mirada, de ahí que en sus ejecuciones se cuidara muy mucho de ponerles de espaldas. Esas miradas eran de las que te acompañaban el resto de tu vida.
No obstante no tenía elección. Si fracasaba en su trabajo otro lo haría por él y su familia en Colombia sufriría las consecuencias. Una duda comenzó a cobrar cuerpo en su interior.
—Dígame una cosa, señora… Si tenía tantas ganas de morir ¿por qué no se ha matado usted misma? Me hubiese evitado muchos problemas, créame… —en la musicalidad de su marcado acento latino se dejaba traslucir la curiosidad.
—Hijo mío… Dios Nuestro Señor nos ha puesto en este mundo con una finalidad. Él decide cuando ha de dar vida o negarla y nosotros no podemos tomar esa decisión por él. Mi viaje por este mundo ha llegado a su fin y ahora he de dar cuentas por mis acciones. Dame la satisfacción de una muerte rápida. Tengo ganas de descansar, estoy muy cansada….
—Cúbrase, señora y déseme la vuelta… no lo voy a hacer mientras usted me esté mirando...
—Como quieras, muchacho...
Una vez dicho esto la monja se levantó de su deshonroso asiento, volviendo con lentitud a ocupar su lugar en el viejo y desgastado reclinatorio que tenía a los pies de su cama.
El asesino se fijó en los extraños grabados que tenía en la parte superior de la banqueta, asombrándose al reconocer la imagen de la Cruz de la Victoria en lugar de la cruz católica tradicional. A su lado descansaba la figura de una santa con un niño en brazos que Malasangre no llegaba a reconocer; pero que le resultaba familiar.
—Estoy preparada, hijo mío… ¿Lo estás tú? —la vieja monja se santiguó mientras acababa de formular esa pregunta.
—Que Dios me perdone, señora…
Dicho esto Malasangre apretó el gatillo. Un pequeño estornudo retumbó en la habitación y el cuerpo de la anciana se escurrió con suavidad. Una pequeña mancha de sangre apareció rodeando un minúsculo orificio en la parte posterior de su cabeza, y un pequeño temblor en sus extremidades anunció que el verdugo había cumplido con rigor profesional su tarea.
El olor a pólvora quemada reconfortó al homicida, que se sintió obligado a persignarse. Nunca había creído en nada que no fuese en sí mismo, pero en su infancia había recibido educación católica y en lo más profundo de su ser, se repudiaba a sí mismo por lo que acababa de hacer. La condenación eterna la había ganado con su primer asesinato; pero matar a una sierva de Dios no podría acarrearle más que desgracias.
Reparó en un voluminoso medallón que colgaba del cuello de la vieja y con un tirón seco se lo arrancó. Era la misma imagen que acababa de ver grabada en el reclinatorio. Una Virgen con un niño en brazos rodeada de flores. Decidió que se la llevaría. Su mujer era una ferviente seguidora de la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia. Seguro que le agradecía el presente de la manera que ella sabía que a él le gustaba.
Con ese pensamiento se disponía a abandonar la habitación cuando unos pasos le sorprendieron. Alguien acababa de entrar en la habitación.
Sabía que no debería hacerlo, pero giró la cabeza en dirección al sonido que ya se acercaba con más nitidez y sus profundos ojos oscuros se cruzaron con la mirada incrédula de un auxiliar amanerado que le observaba con gran afectación. Un chillido bastante femenino se escapó de la garganta del recién llegado y en ese momento Malasangre pareció despertar de un letargo invernal. Con un respingo volvió a girarse y con la agilidad propia de un gato montés saltó por el balcón de la habitación.
No era un salto muy largo —unos dos metros y medio—, pero no pudo evitar aterrizar contra el tronco de uno de los árboles del jardín. Se llevó la mano a la frente y observó que empezaba a manar sangre con abundancia. Se olvidó entonces de la prudencia habitual y echó a correr en dirección a la salida.
Le salió al encuentro un vejete con una porra; pero de un empujón se deshizo de él. En un santiamén se encontraba al otro lado del muro, corriendo hacia su modesto Opel Corsa de alquiler. Giró la llave de contacto y salió derrapando calle abajo. Un reguero de sangre le bajaba empapando toda su ropa. Maldijo varias veces y se prometió a sí mismo que al día siguiente cobraría su trabajo y se marcharía con su familia. Estaba harto de esa mierda.



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