viernes, 27 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 12


Capítulo
12

E
l ronroneo del motor tiene un extraño efecto hipnótico. A lo largo de los últimos doscientos kilómetros yo estaba siendo una víctima más de su monótona melodía. A ello se unía el devastador efecto que produce el cambio de luz del amanecer. El alba le ganaba la batalla a la oscuridad y el resultado eran unos reflejos rojizos en las montañas que nos rodeaban. Esta suerte de crepúsculo sangriento hacía aún más irreal y vaporoso el final de nuestro viaje. Los párpados empezaban a pesarme como si fuesen dos enormes planchas de plomo macizo.
Penélope había insistido en turnarse conmigo en el viaje de regreso a Oviedo; pero yo jamás se lo habría permitido. Algunos lo llamarían machismo; pero lo cierto es que mi mentalidad “de la vieja escuela” no lo consentiría por una simple razón de cortesía masculina.
Eché una mirada de soslayo a mi acompañante. Había reclinado el asiento por completo y se había cubierto con una ligera manta de viaje. Por un segundo tuve la fugaz sensación de que no estábamos allí por simple casualidad. Mucha gente se empeña en afirmar que cuando los caminos de dos personas se cruzan nada sucede por azar, y les gusta llamarlo Destino.
Balbi era una de esas personas practicantes del taoísmo defensoras a capa y espada de esa idea tan romántica y dramática a la vez de que todos estamos predestinados a encontrar un alma gemela. El Ying y el Yang, la causa y el efecto, la acción y la reacción. En mi caso particular si existía una media naranja yo debía de ser un medio limón, porque no acababa de dar con esa persona que teóricamente te ha de servir de complemento y apoyo. No era propio de mí filosofar sobre mí mismo. La somnolencia del amanecer me había hecho desvariar. Era el momento de buscar una gasolinera con cafetería.
Creía recordar haber pasado hacía poco un cartel indicador, pero podría haberlo soñado igualmente. Me froté las sienes con las manos y me di unos ligeros cachetes para despabilar. Penélope debió de sobresaltarse con mis rudimentarios métodos de estimulación, porque la sentí revolverse a mi lado. Apartando la manta de viaje asomó su adormilado rostro frotándose los ojos con el dorso de las manos.
—¿Dónde estamos ya? —lanzó una rápida mirada al navegador de viaje.
—Llegando… estamos a ochenta kilómetros. ¿Te apetece desayunar? —un bostezo involuntario se me escapó, acompañado de un estiramiento de la espalda bastante inapropiado. Me excusé:
—Perdona, estoy que me caigo, necesito una dosis doble de cafeína… —ella bostezó también, desperezándose ruidosamente.
—No hay nada que perdonar… ¿No sabes lo contagiosos que son los bostezos?
Colocó el asiento en la posición habitual atusándose el cabello con una incipiente coquetería femenina. Bajó el parasol del lado del acompañante y se guió por el espejo de cortesía para acabar de colocar su melena en una especie de caótico orden estudiado. No pareció convencerla demasiado el resultado, porque con un mohín de protesta me indicó que agradecería que no la mirase hasta que se hubiese acicalado un poco. Me hizo gracia porque era la primera vez en mi vida que veía a una mujer tan radiante recién levantada. Ese aire descuidado le daba un toque ciertamente adorable. Pasamos por delante de otro cartel indicador. No lo había soñado. La próxima desviación nos llevaría a un área de descanso con gasolinera y cafetería.
Sentados en una pequeña mesa redonda comenzamos a desayunar en silencio, absortos en nuestros pensamientos. Volví a mirar mi teléfono móvil. No sabía nada de Balbi desde ayer por la mañana, antes de ir a reunirnos con la monja. La había llamado varias veces para ponerla al corriente, pero su terminal aparecía como “Apagado o fuera de cobertura”. Estaba un poco inquieto; no era propio de ella descuidarse de ese modo. En el teléfono de la oficina tampoco me había respondido nadie. Lo primero que haría en cuanto la viese sería echarle una buena reprimenda. Penélope debió de notar la sombra de la preocupación en mi semblante, porque no tardó en preguntarme.
—¿Estás bien? Pareces cansado. Si quieres conduzco yo los kilómetros que faltan. Al menos yo he dormido un poco… ¡Dios, que hambre tengo…!
—No, no es nada… Es una tontería sin importancia… ¿Te ha contestado tu padre?—añadí cambiando de tema.
—Pues no… parece habérselo tragado la tierra. Ni me contesta ni me devuelve las llamadas. Es como si supiera para qué le llamo y estuviese escurriendo el bulto… —Penélope frunció la boca en una mueca grave antes de chasquear la lengua con fastidio.
—No parece el tipo de hombre que le dé la espalda a los problemas… —dije sin pensarlo demasiado, tratando de consolarla.
—No, no es de los que se achican ante las dificultades. Al contrario. Siempre parece estar buscando nuevos retos y nuevos adversarios. El miedo que yo tengo es que empiece a considerarme un adversario a mí —se quedó pensativa unos instantes, con una magdalena a medio camino de su boca—. No te imaginas el daño que puede hacerle a su carrera mi pasado, Balagar… en estos momentos me estoy convirtiendo en un serio problema para él y para su partido… Todas sus aspiraciones, todos sus sueños…
—Es imposible que lo sepa, a menos que… —no acabé la frase.
—¿A menos que… qué? —Penélope parecía expectante.
—A menos que los hombres que mandó Ernesto a vigilarnos lo hicieran por orden de tu padre.
—Padrastro… al parecer —me corrigió ella con acierto.
—¿Cómo es la relación entre tu novio y Adolfo?
—Yo creo que buena… —contestó ella llevándose otra magdalena a la boca—. Ernesto siempre le ha respetado muchísimo.
Le aparté una pequeña miga de la comisura de la boca. Ella se sonrojó ligeramente, bajando la vista un poco avergonzada. Le dediqué una de mis mejores sonrisas antes de preguntarle de nuevo.
—¿Cómo un yerno respetaría a un suegro o como un empleado respetaría a un jefe?
—No lo sé, Balagar… ¿Cómo quieres que lo sepa? ¿No vas a comerte esta galletita de cortesía? —añadió desenvolviendo una pequeña galleta caramelizada—. ¿En qué se nota?
—Tienes razón, perdona… debo de estar volviéndome paranoico… ¿Nos vamos?
Cuando llegamos a Oviedo lucía un sol de justicia pese a que solamente eran las ocho de la mañana. El buen tiempo parecía haber llegado con anticipación. Habíamos pasado la última media hora evitando deliberadamente hablar de lo que supondría para ella enfrentarse a su nuevo pasado. Ambos sabíamos que escarbar en la vida de las personas de esa manera afectaba a todo tu entorno.
No quise ponerla más nerviosa de lo que ya parecía estar. Aparqué su coche en doble fila delante del portal de mi oficina y la invité a bajarse conmigo a tomar un café. Ella rechazó mi invitación alegando que quería pasar por su casa a ducharse y prepararse para la reunión con Judith y Natalia. Insistió en que me quedase con el sobre lacrado para evitarle la tentación de abrirlo a solas, y quedamos citados para después de comer en la asociación. Supe por su mirada que había sentido el mismo impulso que yo de despedirme con un amistoso beso informal; pero acabó tendiéndome la mano.
La estreché con frialdad profesional y me despedí. Me fijé en que “El Vinagre” no se había perdido ni un solo detalle de nuestros movimientos. Nada más entrar por la puerta me espetó:
—Buenos días, señor.
—Hola...
Parecía que al fin había dejado de ser indetectable en su radar. Verme bajar de un súper-deportivo acompañado por una mujer tan atractiva seguramente me había hecho ganar un buen montón de puntos en su particular baremo de jerarquía social. ¡Pobre diablo!
Subí las escaleras comiéndome los escalones de dos en dos; y al llegar a la puerta vi con desaliento que Balbi no había llegado todavía. Una vez en la oficina comprobé que todo estaba tal cual yo lo había dejado el lunes. Nadie parecía haber pasado por allí en esos dos días.
En la centralita telefónica parpadeaba una luz intermitente roja. Pulsé el botón del contestador automático y saqué una pequeña libreta para tomar apuntes. Nada digno de interés. Tres llamadas de posibles clientes y otras dos de Edurne, una antigua ex novia que parecía estar empeñada en revivir tiempos pasados.
Supuse que Balbi estaría trabajando en alguno de los casos, porque una de las llamadas era del lunes por la mañana. Cogí el dinero que había dejado en la pequeña caja de caudales y fui al banco a ingresarlo. Ese día ya era miércoles 1 de junio, y a primeros de mes se me amontonaban los gastos a cubrir —el primero de ellos la nómina de Balbi, que tenía prioridad absoluta ante todo lo demás.
Cuando salí del banco me sentí un poco más tranquilo. Ese mes las cosas marchaban especialmente bien, al menos en el aspecto económico. los clientes que se habían retrasado en sus pagos se habían puesto al corriente, así que por primera vez en muchas semanas disfrutaba de algo de liquidez. Eso merecía una celebración.
Volví a llamar al número del móvil de Balbi, sin resultado de nuevo. Tal vez se encontrase enferma. Era la única explicación. En el banco me habían dicho que no había pasado por allí en los últimos días; y eso sí que era extraño; porque todos los lunes se encargaba de hacerle la liquidación de los cupones al vendedor de la ONCE del parque del Campillín.
Siempre salía un poco antes los lunes para recogerle todos los cupones que le sobraban del fin de semana, y se ocupaba de ponerle al día los pagos pendientes desde el viernes. Ese lunes me habían dicho que no había pasado por allí; y eso sí que no era propio de ella. Pasaría por su casa para salir de dudas. Podría haberse dormido; o tal vez se hubiese vuelto loca de remate y estuviese dando rienda suelta a la pasión con su lujurioso vecinito.
Una vibración en el bolsillo de los pantalones me sacó de mis cavilaciones:
—Dígame… —Una voz masculina me respondió con gravedad.
—Buenos días; le llamo del Hospital Central de Oviedo… ¿Conoce usted a Balbina Torres?
—Sí, claro… ¿le ha pasado algo?
—Bueno... ¿Es usted familiar de primer grado? ¿Su pareja, quizás? Hemos localizado su teléfono móvil y le tiene a usted asignado como predeterminado para casos de emergencia.
El Gobierno había hecho hacía mucho tiempo hincapié en lo necesario de tener asignado un teléfono de confianza por si le resultaba necesario a los servicios de emergencia. Nunca habría creído que un día lo fuese a utilizar nadie. En silencio bendije la capacidad de previsión de mi inigualable Balbi.
—No, no… —respondí azorado— somos compañeros de trabajo… No tiene familia, que yo sepa… ¿Ha preguntado por mí? ¿Se encuentra bien?
—Pase usted por aquí si es tan amable. Necesitamos cubrir un informe. La policía ya ha levantado un atestado.
—¿Atestado? Ella no tiene carnet de conducir… ¿La han atropellado?
—Verá usted, señor… —mantuvo expectante las últimas sílabas.
—Balagar, Balagar Fartón.
—Pues bien, señor Fartón. No estoy autorizado a darle esa información. Si es tan amable y se persona por aquí estoy seguro de que le atenderá con sumo gusto cualquiera de mis compañeros del Servicio de Urgencias. Yo estoy en el Servicio Administrativo.
Su voz sonaba educadamente cortés, muy profesional; pero a la vez muy fría y lejana. Era el tipo de voz de la persona acostumbrada a dar malas noticias sin que se percibiese en su tono de voz que estaba dando precisamente eso… malas noticias.
—No se preocupe, en menos de media hora estoy ahí —contesté malhumorado.
“¡Malditos funcionarios”! rezongué por lo bajo para mis adentros… “¿Qué trabajo le costaba decirme algo de utilidad?”
Lo primero que hice fue marcar el número de teléfono de mi amigo José Medallas. Era un poco difícil que estuviese en su oficina, porque era la hora a la que solía salir a desayunar, así que seleccioné el número de su teléfono móvil. Una voz inconfundible me contestó al segundo tono.
—Coño, Balagar… ¿Qué necesitas esta vez?
La voz sonaba jovial; al parecer todos los problemas que tenía el lunes cuando le había ido a visitar con “mi problemilla” con la grúa habían desaparecido. Me agradó reconocer al Medallas de siempre.
—Buenos días, amigo… Necesito un favor, para variar. Me acaban de llamar del hospital… ¿Te acuerdas de Balbi?
—Hombre, no me voy a acordar… Si no fuera porque sé qué es lo que tiene entre las piernas ya la hubiese invitado a salir a bailar hace tiempo… —una carcajada retumbó al otro lado de la línea telefónica.
—Oye, Medallas… en el hospital me acaban de decir no sé qué de un atestado. Estoy un poco preocupado por ella… ¿Podrías decirme algo mientras yo subo al hospital? Creo que algún cabrón la ha atropellado o algo así…
—La duda ofende… —afirmó con seriedad—. Ahora mismo me pongo a ello. Acabo el café y me acerco a mi despacho.
—Te debo una... —añadí agradecido.
—No; no me debes una; me debes un montón… Anda, vete subiendo, que en diez minutos te digo algo... Tienes suerte de que me has pillado de buenas y al lado de la comisaría.
—Gracias, amigo…
Llamé a un taxi. Rogué para que a Balbi no le hubiera pasado nada grave. Me habían llamado con su teléfono, lo que significaba que ella no se encontraba en muy buenas condiciones. Crucé los dedos confiando en que todo hubiese sido un susto sin demasiadas consecuencias. El teléfono empezó a sonar de nuevo. “Número privado”… seguro que era Medallas.
—¿Si? —hice una señal al taxista para que bajase un poco el volumen de la radio. El taxista me lanzó una mirada de soslayo aviesa y malintencionada.
—Balagar, soy yo…
—Dime, José… ¿Sabes algo? —El silencio que se produjo me indicó que Medallas estaba escogiendo las palabras que vendrían a continuación. Me puse en guardia, preparado para cualquier cosa que me hubiese de venir.
—A ver… —dijo al final con la voz rasposa—. No sé cómo decírtelo con sutileza. Balbi está muy jodida, Balagar… al parecer la encontró hoy de madrugada un chaval que estaba haciendo footing. Estaba tirada en una cuneta en un apartadero cerca del embalse de Los Alfilorios, en una zona donde no hay cobertura de teléfono, muy alejada de la carretera. Llevaba encima el bolso con toda la documentación, y no le faltaban las tarjetas de crédito.
No llevaba dinero en efectivo, por lo que el móvil de un robo no queda descartado; pero todo parece indicar que fue atropellada… La patrulla que acudió a la llamada de socorro informó de que llevaba puestas sus joyas en los dedos y que no le faltaba el reloj ni el teléfono móvil. Fue encontrada inconsciente y parece ser que perdió mucha sangre; pero el equipo de soporte vital logró estabilizarla para su traslado al centro médico a primera hora de la mañana. El informe preliminar está firmado a las 7:45 h.
—A las 7:45 h. de la mañana… ¿Qué demonios podía hacer Balbi al amanecer en Los Alfilorios? No tiene sentido, Medallas….
—Bueno... El atestado lo hicieron los compañeros de la patrulla porque al parecer había marcas de neumáticos justo antes y después del cuerpo de Balbi, como si hubiesen acelerado para atropellarla una y otra vez. Todo parece indicar que algún conductor borracho la atropelló y luego se dio a la fuga; pero que por la razón que sea se ensañó con ella… Los zapatos no aparecieron en la zona del atropello, policontusiones de carácter muy grave, marcas de rodaduras… Estamos comprobando las cámaras de tráfico de la zona para ver si damos con el cabrón que lo hizo. No te preocupes, serás el primero en enterarte, no te quepa duda.
—Gracias, amigo.
Hacía un buen rato ya que habíamos llegado a la puerta del hospital. El taxista había parado el vehículo, pero no el taxímetro, que seguía funcionando mientras yo hablaba por teléfono. Le di al taxista el dinero justo. La propina ya se la había cobrado él de antemano.
En admisiones me informaron de la habitación en la que habían instalado a Balbi. Estaba en uno de los boxes de observación, en Urgencias. Me hicieron una tarjeta digital provisional para poder entrar.
Me acompañó una enfermera de mirada ausente y gesto taciturno. Saltaba a la vista que su rutina diaria la tenía deshumanizada por completo, y lo cierto es que nadie podría culparla; porque las escenas que se repetían en cada uno de los cubículos eran cuanto menos descorazonadoras. En ese momento fui consciente de la saturación moral de trabajar en sitios como la UVI o Urgencias. No me extrañó en absoluto que todos los directores de centros sanitarios estuviesen cansados de firmar bajas laborales por estrés y por depresión; porque después de un par de semanas allí yo también la pediría.
Cuando al fin llegué al lado de Balbi casi deseé por un segundo no haber ido. Metida en aquella camilla parecía una crisálida gigante rodeada de cables y de tubos. Tenía la cabeza vendada, y solo se le podían ver unos ojos amoratados. Una de las piernas le colgaba de un cable de acero en cabestrillo del techo. Le habían escayolado casi todo el cuerpo. Me quedé en silencio observándola, incapaz de reaccionar; sintiendo miles de cosas a la vez: lástima, incredulidad, dolor, miedo…
—Buenos días. Soy el doctor Antuña. ¿Es usted familiar del señor Torres?
—Buenos días. No, no soy familiar; pero soy lo más parecido que se va a encontrar... Y le agradecería que en lo sucesivo se refiriese a Balbi como “la señorita Torres”. Supongo que han tenido acceso a su documentación personal; pero me consta que eso ya lo sabe… ¿no?
—Yo solo entiendo de características físicas; y en lo que a mí respecta la señorita Torres (como usted la llama) es un caballero; pero bueno… si a ustedes les hace felices yo le llamaré como ustedes quieran. Si quiere que la llame Bambi la llamaré Bambi… ¿Es su novia?
—Balbi, no Bambi... Balbina —repuse en tono tajante—. ¿Es usted homófobo, doctor, o simplemente gilipollas? Creo que en su juramento hipocrático no se hacen distinciones de raza, sexo o condición social… ¿o me equivoco? —me entraron unas ganas enormes de estamparle una bofetada, pero me contuve—. En fin... —añadí, tratando de ser cortés—. Dígame por favor cómo está; que es a lo que he venido y déjese ya de estupideces.
Este último comentario no pareció agradar demasiado al doctor, que sacó con evidente desgana unos informes de un voluminoso portafolios. Les echó un vistazo rápido y con marcado acento teatral comenzó su exposición:
—La paciente presenta un cuadro clínico de policontusiones. Fractura craneal abierta en la región occipital. Se le observa abundante hemorragia, corregida con cirugía menor en el mismo momento de su ingreso.
—Perdone, doctor, pero no me estoy enterando muy bien de lo que me quiere decir. Yo no entiendo de medicina. ¿Cuál sería entonces su conclusión?
—Mi conclusión es que aún es demasiado pronto para decirle nada —respondió con hostilidad—. Ahora mismo su estado es crítico y la evolución que presente en las siguientes 48 horas será decisiva. Lo más probable es que salga de esta, pero que arrastre secuelas de por vida.
—¿Secuelas? —la voz se me atragantó, casi sin atreverme a imaginar el alcance de las posibles “secuelas”.
—Tenga usted en cuenta —añadió el médico suavizando un poco la voz— que a pesar de que la contusión craneal no llegó a fragmentar el hueso por completo sí que fue lo suficiente contundente para abrirle una brecha importante. Aparte de la hemorragia, que ya ha sido subsanada por completo, hemos detectado una leve pérdida de masa encefálica. No podría predecirle las consecuencias, pero el porcentaje de afectación en casos como este es casi seguro —al decir esto último noté un atisbo de humanidad en su mirada.
—Gracias, doctor… ¿Puedo quedarme con ella un poco?
—No solo puede, sino que debe… Hay muchas teorías al respecto, pero mi experiencia me ha hecho llegar al convencimiento de que las palabras de aliento de los familiares y el contacto físico (tocarles, acariciarles, apretarles las extremidades) a los pacientes de este tipo les viene bien. Algo ha de haber que conecte cuerpo y mente, porque los enfermos desahuciados por sus familiares suelen presentar una involución evidente.
—¿Cree usted que a ella le servirá de algo que yo esté aquí hablándole?
—Lo único que ayuda en estos casos es la fe en Dios, señor mío… Les dejo a solas. Si vuelve mañana a mediodía a lo mejor le puedo dar un poco más de información.
El doctor Antuña salió con paso rápido del cubículo dejando tras de sí un auténtico mar de interrogantes para mí.
Me aproximé con cuidado al camastro de Balbi. En realidad era una camilla anclada a un bastidor de acero. Entre el mar de tubos y gomas que le entraban y salían del cuerpo destacaban unas correas que la sujetaban firmemente a la camilla. Entre la escayola que le cubría casi todo el cuerpo y la postura en la que la tenían postrada por un momento me sentí igual que un colegial cuando asiste por primera vez al museo de ciencias naturales para ver su primera momia. Aparté rápidamente esa idea de mi cabeza. Balbi siempre había sido una mujer con una energía contagiosa. Su vitalidad se sobrepondría a este accidente.
Acerqué mi mano a su cabeza para acariciarle el pelo, solo para darme cuenta de que le habían rapado la cabeza al cero. Apresé una de sus manos y le empecé a susurrar palabras de aliento al oído. Nunca le había dicho lo mucho que la necesitaba a mi lado. Nuestra relación (al margen de lo estrictamente profesional) tenía mucho de parasitaria. Unas veces yo era huésped y ella parásito; pero la mayoría de las veces yo era quien más necesitaba de ella. Había llegado a quererla como un hermano quiere a una hermana; y nunca me había tomado la molestia de hacérselo saber.
Querer. Sinónimo de amar, necesitar, adorar… Ese verbo era un verbo tabú en mi vida, reservado tan solo a contadas personas y en contadas ocasiones. Había tenido novias que nunca habían sido agasajadas con esa palabra, porque la frase “te quiero” encierra demasiadas promesas, demasiada dependencia, demasiada confianza en la persona a la que va destinada. En ese preciso instante yo estaba siendo consciente de que Balbi era propietaria de todo eso y mucho más. No podría soportar la idea de perderla. Ambos éramos unos solitarios hechos a sí mismos; nuestro pasado discurría por derroteros comunes; y en el fondo lo que me asustaba era la certeza de que yo podría ser ella en ese mismo instante.
Me imaginé ingresado en un hospital, sin familia que acudiese a darme consuelo y compañía. La perspectiva no era nada envidiable. En ese momento recordé que me había hablado en cierta ocasión de que tenía un hermano; pero que no se hablaban desde hacía muchísimos años. Al parecer no había sentado demasiado bien en su familia (de carácter conservador a todas luces) que su hijo decidiera comportarse públicamente como una mujer. No habían sido capaces de asimilar que a veces la Naturaleza tiene el capricho de encerrar un alma de mujer en un cuerpo de hombre, y viceversa.
En cierta medida le habían empujado a ser todo lo que había sido; porque para ganarse la vida había comenzado a prostituirse. Aquel dinero “fácil” (a mi entender el dinero ganado con la prostitución de fácil tiene poco ciertamente) le había permitido ir saliendo adelante con mayores o menores dificultades. Ella nunca admitía que le hubiese hecho daño el rechazo de su familia; pero en el fondo ambos sabíamos que en los momentos difíciles quien realmente tiene la llave para hacerte sentir bien son la familia y los amigos.
Decidí que esa tarde llamaría sin falta a su hermano. No sería demasiado difícil encontrarle. Volví a acariciarle la mano a Balbi, fijándome en un detalle que hasta el momento me había pasado inadvertido. En las muñecas se podía apreciar una estrecha línea amoratada que las rodeaba de lado a lado en perfecta circunferencia. Su color violáceo indicaba que no eran demasiado recientes. Súbitamente me invadió una sensación de furia y de ansia de revancha. No tenía sentido; era prácticamente imposible; pero allí estaba la muestra evidente de que alguien parecía haberse tomado demasiadas molestias en que Balbi se encontrase ahora mismo en este estado. Con la violencia y la pasión del momento me incorporé como un animal enrabietado saliendo en busca del doctor Antuña.
Me lo encontré en la sala de guardias tomándose un café con una enfermera que no parecía hacerle demasiados ascos a su galantería. La tenía asida por un brazo mientras le contaba algún tipo de anécdota, al parecer divertida. Ambos parecían disfrutar de ese contacto, porque las carcajadas que se les escapaban podían escucharse desde lejos. De hecho lo que me había guiado hasta allí como una potente luz a una polilla había sido la voz del doctor Antuña. Era evidente que en sus momentos libres el buen doctor se entregaba a una de las pasiones más humanas que existen.
Me pregunté si la enfermera que tan bien se dejaba querer se habría fijado en el voluminoso anillo de casado que portaba con indiferencia en su dedo anular derecho. No tenían demasiada pinta de ser marido y mujer. Estaba cansado de perseguir a tipos como él en mi día a día. Hice una pequeña reseña mental de que nuestros caminos casi seguro que volverían a cruzarse en un futuro; pero en esa ocasión yo sería el cazador y él acabaría suplicando. Di unos toques con los nudillos en la puerta de entrada para anunciar mi llegada, y las carcajadas cesaron de repente. En su lugar me vi enfrentado a unos amenazadores ojos negros que parecían taladrarme.
—Esto es zona restringida. Solamente personal sanitario —masculló entre dientes ofendido el doctor Antuña—. Salga ahora mismo de aquí o llamo a Seguridad.
El doctor hacía gala de una seguridad envidiable, sin duda insuflada en parte por las miradas de reproche que me lanzaba su acompañante como dagas envenenadas.
—No me iré hasta que no me explique un par de cosas, doctor…
—No tengo nada que explicarle. Ya le he dado mi informe. Si le parece que no ha sido suficiente es su problema. Verá usted, caballero… puedo entender que le duela ver a su novia en ese estado. Personalmente le diré que yo lo veo una abominación; pero desde el punto de vista médico no deja de ser un cuerpo y… —no le dejé acabar la frase. En ese mismo momento había cruzado todas las líneas de lo cortés, lo educado y grosero que yo habría permitido a cualquiera, fuese médico, barrendero o presidente del Congreso.
Había desatado la famosa “ira Balagar” (mi círculo de amistades siempre había afirmado que cuando me enfurecía sufría una auténtica transformación, volviéndome un demonio insensible a las súplicas y al perdón. Yo no compartía esa visión de mi persona; pero en todo caso era de suponer que mejor lo sabrían ellos que yo).
—Escúcheme, subnormal… —le encajé, arrastrando las palabras mientras le fulminaba con la mirada—, voy a respetarle porque estamos en un lugar público y porque seguramente esta señora con pinta de amargada le tiene en un pedestal. No voy a entrar en consideraciones de tipo moral, porque sería como hablarles a los cerdos de la fusión atómica; pero sí que voy a entrar en consideraciones de tipo profesional… Es usted un incompetente y un inútil, eso para empezar; ¿le parece bien?
Los insultos personales parecían no haber hecho mella en él, pero el mentar su capacidad profesional pareció incomodarle un poco. Reprimió el ademán de marcar el número de teléfono que estaba a punto de teclear y acercó el auricular de nuevo a la centralita.
—¿De qué me está usted hablando, mequetrefe? ¿Es usted médico, acaso?
Parecía divertido por mi oposición, acaso anticipándose a mi derrota intelectual. Seguramente ya estaba regodeándose en el placer de verme asumir mi inferioridad académica frente a él.
Noté cómo elevaba los hombros a una posición más erguida mientras me taladraba de nuevo a través de sus gruesos anteojos. Me acerqué a él un par de pasos; y él retrocedió prudentemente. Era un cerdo homófobo y arrogante; pero no era tonto; y sabía leer en mis ojos que si en ese momento le hubiese tenido lo suficientemente cerca posiblemente le hubiese obsequiado con un buen bofetón. Decidí optar por la vía civilizada.
—No hace falta ser médico para darse cuenta de algunas cosas, doctor Antuña… Si dejase usted de perseguir a las enfermeras y se limpiase esas gafas de culo de botella que se gasta se daría cuenta de detalles que hasta los ignorantes somos capaces de ver —en ese momento la enfermera debió de sentirse agredida.
—Carlos… —exclamó escandalizada—. Llama a seguridad ahora mismo. Si no lo haces tú lo hago yo…
—Uy… Carlos… —pensé. Al parecer la relación era más estrecha de lo que yo creía.
—No; no hará falta; ya me voy yo solito —repuse con suavidad antes de añadir con sorna:
—Una cosa solamente, doctor… Me he fijado en que las correas con las que tienen atada a Balbi son de aproximadamente 5 cm de ancho (igual que las que están usando habitualmente los servicios de emergencia móviles). Cuando sus deberes se lo permitan le sugiero que se acerque a su paciente y observe que en torno a las muñecas se cierran unas marcas muy profundas y estrechas; de aproximadamente medio centímetro o menos.
El rostro del médico continuaba siendo una máscara de cera. Continué.
—Esas marcas no hace falta ser médico para intuir que fueron causadas por algún tipo de cuerdas usadas para maniatarla. Yo me atrevería a insinuar que por mordazas de plástico. Hay unas bridas de plástico que en ciertos ambientes pueden ser usadas como esposas. Son muy efectivas; pero tienen la particularidad de dejar este tipo de marcas. Pero eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctor? —la cara del doctor seguía sin demostrar ningún tipo de emoción. Volví a arremeter con mis observaciones.
—Al darme cuenta de ese detalle me fijé un poco más en la presencia física de mi amiga. Como ya le he dicho no soy médico, pero tengo ojos en la cara; y me he dado cuenta de que en la mandíbula derecha presentaba unas marcas regulares y con forma redondeada. Creo que alguna vez habrá asistido a heridos en peleas callejeras y estará harto de ver este tipo de lesiones también ¿verdad, doctor? —No me respondió, pero la lividez de su rostro me indicó que había acertado de lleno.
—Sí, doctor; marcas de puñetazos; pero no de puñetazos normales… ¿Sabe usted lo que son los puños americanos? Supongo que sí; pero le refrescaré la memoria: los puños americanos son una especie de armazones metálicos que se colocan en las manos con la intención manifiesta de multiplicar exponencialmente el daño que se produce al golpear a una persona. Pues bien, doctor mío… estoy seguro de que si se hubiese tomado la molestia de observar con un poco más de atención a su paciente se habría dado cuenta de ese tipo de señales. Corríjame si me equivoco; pero estoy seguro de que alguna costilla estaría fracturada a intervalos irregulares, aleatorios. En los golpes causados por un atropello las heridas que causa el chasis son perfectamente regulares, normalmente, ¿no es así? —unas perlas de sudor frío empezaron a poblar la frente del médico, que empezaba a sentirse perdedor en nuestra singular batalla.
—Y para concluir y acabar de poner de manifiesto su incapacidad; la más grave de todas… ¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta de las marcas que han dejado en su cuello los electrodos de una pistola eléctrica? Cuando se aplica una descarga eléctrica a una persona con una pistola de defensa personal los electrodos dejan unas marcas características, consistentes en dos pequeñas erosiones en la piel semejantes a quemaduras. Yo he contado hasta seis marcas en su cuerpo; y eso solamente en las partes que están a la vista. ¿Es que no se ha dado cuenta de que la han agredido con una porra eléctrica?
—Yo… no... En fin… todo indicaba que se trataba de un… ejem… accidente… yo… yo no sé qué decirle… Carmen, por favor… No llames a Seguridad. Tal vez tenga razón este caballero y tengamos que rectificar el informe que le hemos dado a la policía… ¿Es usted policía, caballero? Creo que le debo una disculpa…
—No; no me debe una disculpa a mí; se la debe a toda la gente que a causa de sus prejuicios o su falta de capacidad profesional haya perjudicado. Es lamentable que gente como usted ocupe un cargo de tanta responsabilidad. Que pasen ustedes un buen día.
Salí del hospital un tanto decepcionado. Balbi había tenido la doble mala suerte de haber sido víctima de un ataque premeditado y de haber sido atendida por un incompetente.
Si la evaluación médica hubiera sido más profesional y exhaustiva no habríamos perdido tanto tiempo y se habrían podido tomar muestras de muchas cosas. Ahora ya era tarde, y era una lástima; porque Balbi seguro que había mostrado una fuerte oposición. Bajo sus uñas seguramente habría muestras de piel de sus agresores y en la ropa habrían quedado sin duda numerosas pruebas y pistas para identificar al responsable de su agresión. Me entró un ataque de rabia, y no pude evitar sentirme un poco culpable. Solamente se me ocurría un candidato, y yo la había empujado hacia él. Además, no había estado para defenderla y eso no me lo perdonaría nunca; pero lo primero era dar con el autor de su asalto.
Todo indicaba que había sido atacada en otro sitio; y que la habían maniatado para contrarrestar su insumisión. Si había aparecido de madrugada seguramente la habían atacado por la noche. En su casa estarían las pruebas que necesitaba.
Salí al hall del hospital y entré en una floristería. a Balbi siempre le habían gustado las rosas rojas. Decía que se sentía identificada con ellas. Puro fuego llameante, pasión… pero una advertencia velada: sus espinas podían causar mucho dolor si no se le trataba con el merecido respeto. Compré media docena, y un jarrón de plástico desechable.
Sabía que no estaba permitido llevar flores a los boxes de urgencias, pero el doctor Antuña seguro que hacía la vista gorda. Al fin y al cabo estaba acostumbrado a hacerlo. Le di un beso a Balbi en la frente, prometiéndole que encontraría al culpable y le haría pagar por ello.
No pude evitar que una lágrima solitaria asomase a mis ojos al dedicarle una última mirada y llamé a un taxi. Creía saber a quién le debía Balbi “ese favor”, y por mi sangre que se lo cobraría con creces.



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