domingo, 29 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 13


Capítulo
13

H
abía sido un día muy largo, y Dolores Menguada estaba tensa como la cuerda de un piano. Se convenció a sí misma de que había hecho las cosas como Covadonga hubiese querido. Había atendido con eficiencia y profesionalidad a los servicios de información territoriales y a las fuerzas policiales.
Jamás se le hubiese pasado por la cabeza que nadie se hubiera atrevido a atentar contra ella en su misma casa, en la habitación en la que había decidido pasar el resto de sus días. Y para colmo de males el muy canalla lo había hecho a plena luz del día; sin importarle para nada que le viesen u oyesen. No había logrado acabar con la vida de la anciana, o al menos no de momento; pero su intención no podía ser más evidente.
Nunca entendería como alguien podía llegar a matar a una persona para robarle un simple escapulario.
Todavía estaba en estado de shock; así que se sirvió una generosa ración de pacharán. Siempre tenía a mano una botella en su oficina para momentos muy puntuales. Con el primer trago se sintió mejor, y alejó un poco de su memoria el rostro de su mentora. Cuando los servicios de emergencia la trasladaban a la ambulancia lo primero que le había llamado la atención a Dolores había sido la expresión de paz y felicidad que adornaba el rostro de la anciana. Daba la impresión de que la acción de su asesino la había colmado de tranquilidad en lugar de asustarla.
Pulsó uno de los botones de la consola de su mesa de trabajo y se sirvió otra buena ración de licor. Al momento le respondió la voz de Mónica, una de las secretarias.
—Dígame, señora directora...
—¿Se han ido ya los policías y los periodistas?
Una de las cosas que más la había desquiciado era la presencia de esos “metomentodo” acribillándola a preguntas.
—Así es, señora… El último coche ha salido hace apenas dos minutos. ¿Quiere que les llame de nuevo?
—No, Mónica; solo quería saber si hemos vuelto a la normalidad.
No había nada en el mundo que alterase más a Dolores Menguada que sacarla de su rutina diaria. Solamente se encontraba cómoda dentro de su estricta forma de vida. Todo su mundo se regía en función de horarios, protocolos, calendarios, actividades planificadas con antelación… Llevaba todo el día alterada, en parte porque había sido agredida emocionalmente; pero sobre todo porque un enjambre de intrusos se había dedicado a husmear en su pequeño feudo. Tomó otro sorbo del licor de endrinas, y se sintió reconfortada por el leve mareo que empezó a experimentar. Volvió a pulsar el mismo botón en la consola.
—Mónica…
—Sí... dígame, señora directora…
—Localice por favor al señor Paco Estursa… dígale que le espero en mi despacho.
—Sí, señora…
Todos los trabajadores llevaban encima un pequeño walkie-talkie con el doble propósito de estar localizables en todo momento y de poder solicitar auxilio desde cualquier rincón del centro. En alguna de las estancias no había cobertura de telefonía móvil; pero la señal de radio se recibía sin ningún tipo de interferencia. Dolores guardó el frasco de pacharán en uno de los cajones del escritorio y pulverizó un poco de ambientador en la estancia. No quería que nadie se enterase de su pequeña adicción. Se entretuvo ojeando los informes que le había dejado la policía. Al cabo de unos minutos alguien golpeó con suavidad la puerta de su despacho.
—¿Da usted su permiso, señora directora?
Un afligido Paco asomaba su cabeza por el minúsculo hueco. Pese a ser joven (en su ficha constaba que no había cumplido aún los treinta años) era el desafortunado poseedor de una cabeza pelona, ausente por completo de cabello. El suyo parecía ser uno de esos casos de alopecia juvenil desmesurada. El invierno pasado había cambiado el reglamento interno del centro para poder permitirle llevar una gorra de lana como complemento a su uniforme de auxiliar porque el pobre infeliz se moría de frío cada vez que salía al exterior.
Le había caído bien porque tenía una mirada limpia e inocente; y una cara de pillastre que le recordaba a uno de sus antiguos amores de instituto. En esta ocasión la mirada del asistente no hacía gala de esa energía habitual. Era evidente que había llorado, porque tenía los ojos enrojecidos como los de un pinche de cocina especializado en picar cebolla. Dolores le hizo pasar con un gesto que aparentaba indiferencia. Era un gesto que tenía muy bien ensayado.
—Pase usted por favor, Paco… hay unas cosas que quería aclarar con usted.
—A su disposición, como siempre, señora…
Paco parecía tener bien aprendido el guion a seguir con la señora Menguada. Bajó la mirada a la espera de instrucciones.
—Bien, Paco... Quiero que me explique de nuevo su versión del asalto a sor Covadonga. Hábleme con franqueza y no me oculte nada…
A Paco no se le escapó la marcada intención de sus últimas palabras. Comprendió que la directora guardaba algún as en la manga, porque ese “no me oculte nada” parecía encerrar algún tipo de velada amenaza. Se puso en guardia.
—Bueno... Como ya le expliqué a usted y luego a la policía fue todo muy rápido… Hoy por la mañana la señora se levantó de buen humor, aunque parecía extremadamente cansada. Seguimos la rutina habitual: la ayudé a asearse a primera hora de la mañana, y la acompañé a la capilla para las oraciones de la mañana. Cuando acabamos de rezar, a eso de las 9:30 h. Aproximadamente, fuimos a desayunar. Desayunó con buen apetito, y me dijo que la acompañase a su habitación. Estuvo en su habitación hasta mediodía, que fue cuando recibió la visita de esa pareja tan agradable y educada. Me pidió que la acompañase a la capilla, donde nos esperaba usted con la chica. Después de media hora aproximadamente salió, pero ya no era la misma. Arrastraba los pies con pesar; parecía haberse quedado sin fuerzas. La subí a su habitación con la silla de ruedas, porque estaba tan débil que no podía ni dar un paso. Me dijo que necesitaba meditar; dándome instrucciones de que la dejase descansar hasta la hora de comer. Yo me fui a hacer tiempo y aproveché para cambiarme de ropa, porque habíamos llegado empapados. Estuve en mi habitación hasta que unos ruidos extraños me empujaron a volver y…
—Espere, Paco… ¿Estaba usted solo o acompañado en su habitación?
La pregunta parecía haber cogido desprevenido al celador, porque se quedó sorprendido sopesando su respuesta. El reglamento interior del centro tenía estrictamente prohibidos los encuentros entre trabajadores en las dependencias destinadas al descanso. Se trataba con ello de impedir en la medida de lo posible encuentros fortuitos que menoscabasen la estricta moral del centro.
—Estaba acompañado, señora… —bajó los ojos con sumisión, siendo perfectamente consciente de que Dolores Menguada acababa de apresarle con sus inclementes fauces.
—Sé que va contra las normas, señora; pero usted sabe que a doña Covadonga yo la quiero como a una madre. Nunca me alejo de ella más de lo necesario y mi habitación está pared con pared con la suya…
—Paco… Una cosa no tiene que ver con la otra. Su comportamiento es motivo de expulsión; atenta contra las normas del centro. En su caso voy a hacer una excepción porque la propia señora Piamonte me pidió hace tiempo que le liberase a usted de todas las reglas internas. Como usted bien sabe no se trata de una residente normal. Solo en atención a sus instrucciones pasaré por alto esta desatención a las normas; pero en lo sucesivo le pido por favor que no lo vuelva a hacer. No quiero que vuelva a tener ningún encuentro privado con nadie a no ser que lo haga en las zonas comunes a la vista de todo el personal. ¿Lo ha entendido?
—Por supuesto, señora. Muchas gracias.
Paco recordó la charla que había tenido hacía meses con la anciana. Ella había sido capaz de darse cuenta de que estaba enamorado solo con observar su comportamiento. Le había asombrado cómo una persona tan alejada supuestamente del mundo emocional había sido capaz de leerle el alma con tanta facilidad. Ese mismo día se había sincerado con ella y le había confesado que sentía una atracción irresistible hacia Chema, uno de los cocineros del centro. Se trataba sin duda de un amor doblemente prohibido. Por un lado estaban las normas morales propias de los hombres y por otra la prohibición común a hombres y mujeres de relacionarse dentro del centro.
Había empezado por sorpresa, como una amistad profunda y sincera; pero poco a poco la proximidad había fomentado una especie de relación amoral y secreta que llevaban a cabo en la más absoluta clandestinidad. Nunca le habían gustado los hombres, y en su adolescencia había sentido un desprecio enfermizo por los homosexuales; pero con el tiempo había acabado siendo víctima de sus propias fobias.
La señora Piamonte se había mostrado comprensiva con él, aconsejándole que se cuidase de hacer público su comportamiento. Aseguraba haberse divertido y haber sufrido en el pasado, asistiendo en respetuoso silencio al desarrollo de innumerables historias de amor prohibidas y reprimidas. Quizás incluso —pensaba— hubiese sentido su protectora en el pasado en sus propias carnes ese fuego devorador; esa llamada perversa y amoral.
Ella era la que le había animado a dar rienda suelta a sus emociones, porque afirmaba que nadie tenía derecho a negarle el amor a otra persona, y Paco estaba de acuerdo en ese punto al ciento por ciento. Su amor podría ser silenciado; pero nadie podría obligarle a dejar de amar. Es la doble trampa de los sentimientos; que eres víctima y verdugo; te poseen indomables y toman posesión de todo tu cuerpo y tu alma, insensibles al consejo y a la coacción, libres, incontenibles, etéreos.
Desde aquel día la anciana se había convertido en su confidente, y juntos conspiraban haciendo posibles algunos encuentros prohibidos. Esa proximidad había creado unos lazos de confianza entre él y la anciana muy semejantes a los de una madre y un hijo. Nadie sentiría la pérdida de esa señora más que él, porque lo cierto es que la había llegado a querer más de lo que nunca admitiría ante nadie. El sentimiento de culpabilidad llevaba martirizándola todo el día; y solamente le faltaba que la directora insinuase que su falta de celo hubiera sido el desencadenante de los acontecimientos. La directora aún no parecía haber acabado:
—Una cosa más… Usted llegó a verle la cara al asaltante de la señora Piamonte y sin embargo a usted no le atacó, pese al evidente riesgo de que le reconociese…
—Señora, no me gusta lo que está usted insinuando… nadie lamenta lo sucedido más que yo, se lo puedo asegurar… Lo único que puedo decirle es que el asaltante parecía confuso y asustado. Yo creo que había venido con el propósito de robar y se le fue de las manos; porque se diría que estaba aterrorizado.
—Le creo, Paco, le creo… La señora Piamonte siempre le ha defendido y para mí no puede haber mayor garantía. Su integridad para con ella está fuera de toda duda, no se equivoque; lo que pasa es que hay algo que no me encaja en todo esto. Es todo muy extraño. Puede usted retirarse, señor Estursa…
—Con su permiso, señora…

Una vez hubo salido por la puerta, Dolores sacó un pequeño cofre de uno de los cajones de su escritorio. Rebuscó entre recortes de prensa, fotos antiguas y certificados hasta que dio con lo que buscaba. Un sobre corriente tamaño Din A4 doblado por la mitad. Estaba manuscrito con una cuidada caligrafía; una caligrafía de trazos muy, muy antiguos. En el sobre estaba escrito: “Mis últimas voluntades. Ana María Tudela y Montes de Iruña”. Hacía meses que estaba redactado; y uno de los mejores notarios de Pamplona había venido ex profeso para dar fe de su veracidad y su contenido. la apertura de ese sobre era en ese momento uno de los mayores miedos de Dolores. Nunca estaría preparada para decirle adiós a esa mujer a la que quería como a una madre. Lo volvió a guardar con celo; mientras la vista se le nublaba por la humedad. Volvió a sacar la botella de pacharán de su escondite. Esa tarde se la tomaría libre; su lugar estaba al lado de su mentora, en el hospital. El centro espiritual podría arreglárselas sin ella perfectamente. 

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