lunes, 9 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 3

Capítulo
3

E
ran casi las doce del mediodía. Mi reunión con el inspector Medallas me había alegrado el día. Me sentía tan exultante que estaba dispuesto a perdonarle a Balbi todo su secretismo acerca del caso en el que estaba trabajando. Los rugidos de mi estómago me recordaron que hacía horas que no le daba satisfacción a esa bestia. Decidí que en cuanto llegase mi ayudante la invitaría a tomar el vermut. A escasos cien metros del ayuntamiento estaba viendo el flamante cartel del bar “La Taberna”, ganadora de los últimos certámenes de elaboración de tapas y pinchos
Empezaba a impacientarme cuando a lo lejos reconocí la inconfundible silueta de Balbi. De complexión fuerte —medía aproximadamente 1.78 metros de altura—, parecía empeñada siempre en llamar la atención, y se vestía con prendas extravagantes y llamativas. Ella se justificaba a sí misma afirmando que la única bandera que reconocía como soberana en su vida era la del arco iris; y que su manera de mostrarle cierto respeto era exhibiéndola siempre que tenía oportunidad con su ropa y complementos. Eso incluía el maquillaje. En cierta manera podría pasar por un enorme colibrí urbano, siempre libando néctar, incansable, rápida de reflejos.
Desde la distancia ya pude observar que se acercaba con una sonrisa triunfal. Se diría que acababa de ganar una importante batalla. Cuando ya estaba a mi lado la recibí con un par de besos.
—Buenos días, jefe. Tengo buenas noticias para ti... creo que tenemos algo grande.
Una enorme sonrisa me indicó que traía una buena presa aferrada a sus inclementes garras.
—Bueno, pues vamos a sentarnos a la terraza de “La Taberna” y me cuentas mientras almorzamos algo, que estoy a punto de desmayarme —añadí un amago de desvanecimiento a mis palabras y la sonrisa de Balbi se transformó en una sincera carcajada.
Una vez acomodados en la terraza y tras pedir unos Izaguirres con unas tapas variadas mi cerebro pareció sentirse más receptivo y capacitado para absorber información.
—Tú dirás… —le hice un gesto, invitándola a comenzar.
—No sé por dónde empezar... es un bombazo... creo que tenemos algo grande de verdad. Tenemos un caso gordo. Gente famosa. Mucho dinero. He comprobado fechas, datos… todo es cierto…
Balbina empezó a tartamudear con evidente nerviosismo. Decidí marcar un poco mi autoridad porque a ese paso no me iba a enterar de nada.
—Tranquilízate. Empieza por el principio… ¿Qué es lo que has estado investigando? ¿Quién nos ha llamado?
—¿No has visto el sobre que he dejado en el buzón del correo? —los ojos de Balbi parecían a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Es un bombazo! —añadió, con evidente emoción—. Puede ser uno de los mayores revuelos sociales de los últimos años… ¿No lo has leído?
Me maldije a mí mismo por mi descuido. El sobre que parecía más inofensivo de todos era precisamente el único que no había abierto. Recordé que aún lo llevaba en el portapapeles de cuero. Abrí la cremallera y lo rasgué nervioso.
—Pensé que sería propaganda —me disculpé—. Menos mal que no lo tiré a la basura.
El contenido del sobre me desilusionó un poco. Esperaba encontrarme documentos, fotos, algo de valor. En su lugar había dos folios, uno escrito con la inconfundible caligrafía de cuadernos Rubio de Balbi, y otro con una letra más cuidada, artística, diría yo… Balbi se anticipó:
—En la nota que yo había dejado te informaba de que el viernes había recibido por mensajería urgente un paquete desde Pamplona. El destinatario era “Balagar investigaciones”, así que lo abrí. En su interior solo había un sobre cerrado y una tarjeta con un número de teléfono —aquí Balbi hizo una pequeña pausa para respirar, pero al segundo continuó con más pasión aún—. Como me intrigó bastante, (ya sabes tú que a mí esto de las intrigas me pierde), llamé a ese número de teléfono. No te vas a imaginar quién me contestó.
—No, pero tú me lo vas a decir ahora mismo.
En ese momento llegó el camarero con la bandeja llena de pinchos. Dejó cuatro sobre la mesa y yo me abalancé sobre el primero de ellos invitando con el gesto a mi colaboradora a que me acompañase. Le di un enorme bocado a uno que había ganado un concurso el año pasado: “ñublu y orpín”. Queso de Cabrales, solomillo de ternera, huevo de codorniz… “exquisito”, pensé para mis adentros.
—Al otro lado del teléfono estaba Penélope Saavedra, jefe. Increíble, pero cierto...
El bocado se me atragantó de repente como si fuese un pedazo de madera seca incomestible. Me ayudé de un generoso trago de vermut para empujarlo con dificultad.
—¿Te das cuenta de quién es, jefe?
—Coño, Balbi… ¿Cómo no voy a saber quién es? Hace días que no se habla de otra cosa en los periódicos. Explícate, por favor y hazlo rápido, porque creo que me estoy mareando… Era lo que nos faltaba, estar implicados ahora en un supuesto secuestro.
—Déjame que te explique jefe… —Balbi suspiró como una maestra cuando se siente desquiciada con la falta de paciencia de uno de sus alumnos—. No está secuestrada, todo eso que se comentaba de un ajuste de cuentas por temas de droga de su novio es falso. Se está vendiendo mucho humo, jefe. Es todo mucho más sencillo. Ella se ha ido de manera voluntaria. Parece ser que recibió una carta anónima de una mujer, con matasellos de Pamplona. En ella la informaba de muchas cosas que Penélope no sabía si creer o no. El caso es que nos quería contratar para hacer algunas averiguaciones… —aquí Balbina se quedó sin resuello definitivamente. Tomé la palabra:
—¿Y qué quiere exactamente que busquemos? ¿Infidelidades, historial amoroso de su novio?
—Esto parece un culebrón venezolano, Balbi… ¡Estas niñas pijas…! A ver si se cree que el Ernesto este iba a llegar virgen al matrimonio con ella… —me dio un ataque de risa—. Bueno, por mí no hay problema, si paga bien… —dejé escapar una buena risotada, un tanto pueril.
—Déjame acabar, jefe… —Balbi parecía irritada conmigo—. ¿Crees que yo perdería el tiempo con una chorrada como esa? De ser cierto lo que yo creo estamos ante un caso grande de verdad, con gente poderosa muy metida. Verás, el caso es que la informante anónima decía encontrarse en una situación moral extrema, informándola (y aquí abrevio para no aburrirte demasiado) de que su partida de nacimiento tenía alguna “irregularidad”, y le aconsejaba que “buscase el origen de su alma”. Decía ser lo más parecido a su madre natural y no sé cuántas cosas más. Esto desquició hasta tal punto a la tal Penélope que decidió irse a Pamplona en busca de esa mujer misteriosa. Ahí es donde entramos nosotros…
Balbi se detuvo, alargando el incómodo silencio a la espera de que yo le hiciese alguna observación. Mi cerebro funcionaba al doscientos por ciento en esos momentos, pero no era capaz de encontrarle ni pies ni cabeza al misterio.
—¿Qué es lo que quiere de nosotros?
No parecía que pudiéramos servirle de gran ayuda; al menos a mi manera de ver las cosas.
—Estás un poco espeso hoy jefe… —Balbi parecía a punto de desesperarse conmigo—. He estado investigando. La partida de nacimiento de Penélope está fechada a principios de los años setenta en Gijón. En ella se hace constar que nació en el sanatorio Begoña. Todo parece muy normal. De hecho estaba a punto de olvidarme de la historia cuando me dio por tirar de hemeroteca. En las efemérides del día de su alumbramiento aparecen dos anotaciones. La primera de ellas hace referencia al nacimiento de dos niñas; pero la segunda de ellas se corresponde con la muerte de un varón. Ambos en el mismo sanatorio y el mismo día… Un poco desconcertante, después de las afirmaciones de esa mujer misteriosa, ¿no te parece?
La agudeza de Balbi me llenó de una especie de orgullo por saberme merecedor de su lealtad. Poseía la capacidad de síntesis y análisis de una mujer y la valentía y arrojo de un hombre en un mismo cuerpo.
—Bueno... —reanudó con una pasión febril, acercándose unos centímetros a mi cara y bajando la voz—. Pues el caso es que me acerqué al cementerio municipal de Gijón, pero parece ser que ese niño jamás fue enterrado allí…
—¿Estás segura de eso?
Mi cara debía de ser un auténtico poema, porque la boca se me había descolgado como una persiana rota.
—Tengo que volver otro día para revisar a fondo el registro de defunciones, pero el encargado del cementerio afirma que si a él no le aparece en la hoja de trabajos del enterrador es que nunca se le ha dado sepultura a ese niño. Al menos en ese cementerio… —añadió con misterio y una mirada enigmática—. Pero eso no es todo…
—Coño, Balbi… ¿Aún hay más…? Sigue, me tienes en ascuas…
Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no abalanzarme sobre ella. El corazón me latía desbocado.
—Bueno, el caso es que seguí investigando. Parece ser que por aquel entonces el sanatorio de Begoña estaba gestionado por una comunidad de religiosas. Se le conocía popularmente como Sanatorio Begoña por estar ubicado en la calle Begoña, pero su nombre real es Sanatorio Nuestra Señora de Covadonga. He llamado para informarme de quién estaba a su cargo en esa época, y parece ser que la persona que lo llevaba está jubilada o algo así; y aquí viene la bomba… ¿Adivinas dónde, jefe? —sus ojos parecían dos globos terráqueos dentro de una careta diminuta.
—No me jodas que donde yo estoy pensando, Balbi… ¡Menuda bomba! —me entró un cosquilleo en el estómago parecido a una náusea.
—Efectivamente, jefe, en Pamplona… pero aún hay más… —añadió, bajando más aún el tono de su voz—. Vengo del Registro de la Propiedad. He buscado terrenos que estuviesen a nombre de comunidades religiosas en Pamplona y no te vas a creer lo que he encontrado... —Balbi era un completo manojo de nervios.
—Vamos, dispara… Me tienes en vilo, Balbi; coño…
—A lo que voy... —ella pareció recuperar la cordura por mí—. Una semana más tarde de ser inscritas Penélope y su hermana Natalia en el Registro Civil se registra una donación de terrenos en las afueras de Pamplona capital. ¿Te imaginas quién hizo esa donación?
—Adolfo Saavedra, no me digas más.
No me salían las palabras. Un nudo en la garganta parecía estrangularme poco a poco.
—Adolfo Saavedra, efectivamente. ¿Te das cuenta del alcance de todo esto?
Tardé poco más de dos minutos en digerir toda aquella información. De ser cierta la revelación de esa señora Penélope había tomado una sabia decisión. La clave de todo este embrollo la tenía la vieja. Había que ponerse en marcha, y sin perder tiempo antes de que todo se nos fuese de las manos.
—¿Alguien más está al corriente de esto?
—Lo dudo mucho, jefe… La chica hizo especial hincapié en que esto era un tema personal y que acudía a nosotros porque no quería darle publicidad hasta saber la veracidad de toda la historia. De hecho en el paquete que nos hizo llegar el viernes adjuntaba varias cosas. Aparte de dinero en efectivo para gastos menores a modo de anticipo mandaba esta nota de despedida para Ernesto Zaldumbia. Quiere que sepa que está bien, pero necesita ganar tiempo. Sugiere que se la entregues tú en mano y que te inventes cualquier historia medianamente creíble y que luego vayas a reunirte con ella a Pamplona.
Apresuradamente abrí el pliego que aún me faltaba por leer y me recreé en la belleza de aquella letra. Yo jamás sería capaz de escribir con tanta simetría en las letras, todas y cada una de ellas estaban escritas con precisión milimétrica; parecían piezas de un extraño puzle firmemente encajadas entre sí. No pude evitar sentirme una especie de profanador leyendo unas líneas que no iban dirigidas a mí; pero el tono firme y la belleza de su mensaje me cautivó. En ese preciso instante sentí un enorme interés en conocerla. Todo indicaba que se trababa de una mujer extraordinaria. Balbi debió de advertirlo a juzgar por su siguiente comentario:
—Muy romántica, jefe… la perdición de cualquier hombre. Guapa, rica, inteligente… ten cuidado no te vayas a enamorar. Ya estoy empezando a sentirme celosa.
—Pierde el cuidado, cariño… esto es trabajo, nada más.
Si mi vida fuese un cuento de hadas en este preciso instante yo sería un enorme muñeco de madera, y mi nariz habría aumentado de tamaño exponencialmente. Inconscientemente me toqué la nariz, intentando alejar ese pensamiento. Lo cierto es que me excitaba la idea de reunirme lo antes posible con una mujer tan extraordinaria. Decidí que ese mismo día cogería el primer tren a Pamplona.
—Muchas gracias por todo, Balbi… no sé qué haría sin ti. Eres una joya, de verdad.
Súbitamente animado acabé el vermut que había dejado mediado y puse un billete de veinte euros encima de la mesa. Con un gesto le indiqué al camarero que no se preocupase por traerme la vuelta e invité a Balbi a levantarse. Mi cuerpo parecía cargado con una especie de energía que me exigía moverme, seguramente mis niveles de adrenalina estaban a punto de colapsarse. Estaba ante uno de los casos con los que siempre había soñado.
—Tómate el día libre, cielo… —la gratitud me impulsaba a ser condescendiente con mi inapreciable colaboradora—. ¿Cuánto dinero nos ha enviado la señorita Saavedra?
—Dos mil euros, jefe. Y dice que solo es el anticipo…
Balbi siempre parecía leerme el pensamiento. Si eso era el anticipo seguro que me las ingeniaba para inflarle un poco la minuta. Fuera como fuese este caso el mes parecía que ya lo teníamos salvado. Sonreí para mis adentros.
—Bonita suma. ¿La llevas encima?
—¿Por quién me tomas, jefe? Esa cantidad de pasta tardo yo en ganarla mucho tiempo. ¡Cómo para perderla o que me la roben! —Tenía razón, nuestra pequeña empresa difícilmente asumiría una pérdida tan sustanciosa por un descuido—. La dejé en la caja fuerte el viernes.
Eché mano de mi cartera. Vi que aún me quedaban doscientos euros. Los saqué y se los ofrecí.
—Toma; cómprate algún caprichito, que bien que te lo has ganado. Creo que Ágatha Ruiz de la Prada ha sacado una colección de blusas que te vienen como anillo al dedo. O invita al cine a ese vecinito imberbe que te come con los ojos.
Me despedí con un guiño cómplice que la hizo ruborizar.
—Gracias, jefe. Tenme al corriente. Tendré el móvil encendido día y noche.
—No lo dudo, “marujona”.
Me fui sin volver la vista atrás, seguro de que la buena de Balbi estaría en ese preciso instante recreándose con alguna fantasía bastante subida de tono con el mozalbete de la puerta de enfrente.
Subí las escaleras de la oficina de dos en dos, impaciente por ponerme en marcha lo antes posible en busca de la misteriosa anciana. Balbi me había dejado unas anotaciones con el número de teléfono de la señorita Saavedra y la dirección de la residencia en la que teníamos que buscar a su informante ya no tan anónima. En otro sobre tenía la dirección de correo electrónico de Ernesto Zaldumbia. Cuando llegué a la oficina cogí mi notebook y el cargador del móvil. Abrí la diminuta caja de caudales —una oferta del Carrefour para uso doméstico— y maldije para mis adentros. ¡Malditos ricachones! En la caja solo había cuatro billetes de quinientos euros. Esas cantidades tan grandes no eran prácticas en la vida real… ¿Cómo iba a pagar pequeñas compras con unos billetes tan grandes?
Una vez más fui consciente de la triste irrealidad en la que vivía la gente de la clase más alta. Tendría que pasar por el cajero automático si quería disponer de efectivo. Volví a cerrar la caja con llave. De camino a mi casa, entre semáforo y semáforo, le envié un correo electrónico al señor Zaldumbia indicándole que tenía información de suma importancia para él. Esperaba que no fuese como yo en ese sentido, porque de no ser por Balbi la mitad de los días ni me acordaba de poner al día mi correo.
Estaba en la ducha cuando los primeros acordes del Thunderstruck de AC DC me indicaron que tenía una llamada en el móvil. Patinando descalzo y desnudo por el pasillo llegué lo más rápido que pude. Cuando descolgué no había nadie al otro lado del teléfono:
—¿Dígame? ¿Sí, dígame…?
Otra vez la puñetera “Ley de Murphy”, cuando parece que llegas a descolgar el teléfono apurado llegas tarde. Iba a apretar el botón de desconectar cuando una serie de extraños chasquidos me indicaron que la persona que había llamado no había cortado aún la comunicación. Repetí la consabida fórmula con creciente malhumor:
—¿Siiiii? ¡A la porra…! ¡Voy a colgar…!
—¿El señor Balagar? —una voz un tanto atiplada parecía surgir de la nada. Me relajé un poco.
—Al aparato… ¿Con quién tengo el gusto?
—Soy el secretario del señor Zaldumbia. Parece ser que usted le ha enviado un correo electrónico intentando ponerse en contacto con él. Si me dice la naturaleza de su mensaje yo se lo transmitiré con sumo gusto, y trataré de concertarle una entrevista con la mayor brevedad posible...
Ese secretario parecía un remanso de paz, la musicalidad de sus palabras me sonaron a estribillo de canción de verano. Me exasperaban las normas de cortesía a las que se veían obligados a veces los subordinados.
—Verá usted… Sé que está tratando de hacer su trabajo, pero yo necesito hablar con don Ernesto Zaldumbia hoy mismo sin falta. Me voy a ir de viaje y tengo que solucionar unos detalles de tipo privado con él… —procuré que mis palabras resultasen corteses, presintiendo que de todas formas no me iba a hacer ni puñetero caso.
—Balagar… ¿verdad? —dijo, sin molestarse en ocultar un deje despreciativo—. El señor Zaldumbia afirma no conocerle de nada. No obstante yo le pasaré el aviso en cuanto sea posible.
Ya estaba, ya me había dado de lado… Necesitaba apostar un poco más fuerte.
—Verá, secretario… ¿verdad? —le dije, tratando de imitar el falsete de su timbre de voz—. Tengo información que puede interesarle a su jefe, relativa a la desaparición de la señorita Saavedra; información que me ha sido facilitada por la propia señorita Saavedra, pero solamente a condición de ser entregada en mano al señor Zaldumbia. ¿Cree usted que eso hará que crezca un poco su interés?
Se creó un silencio al otro lado de la línea. Supuse que el displicente empleado estaba dudando de la veracidad de mis afirmaciones, sin duda temiendo las posibles represalias de su jefe en el caso de equivocarse conmigo. Al rato contestó con un susurro:
—No se retire, por favor…
Me puso en modo de espera, con una desesperante musiquilla de fondo de algún conocido compositor de música clásica. Yo jamás intentaría acertar de quién. Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos la vocecilla atiplada volvió.
—No se retire, Balagar. Le paso con el señor Zaldumbia…
Una voz autoritaria dio paso a la voz atiplada. El remanso de paz se había acabado.
—Soy Ernesto Zaldumbia… —afirmó una voz pomposa y fría—. Espero que no me hagas perder el tiempo….
Parecía malhumorado. Yo creía que sería recibido con una acogida respetuosa y educada, pero al parecer le tenían sin cuidado las noticias que le pudiese traer de Penélope. Quizás fuese simplemente su arisco carácter de tiburón empresarial. El caso es que me puso a la defensiva.
—No es mi intención perder ni su tiempo ni el mío. La señorita Saavedra se encuentra bien y quiere que se lo haga saber. Me ha enviado un manuscrito que quiere que le entregue en mano. Está de viaje por iniciativa propia y quiere que yo sea su enlace. ¿Le parece bien?
—Estas cosas no son para hablarlas por teléfono. Venga a mi casa. Le doy veinte minutos. Avenida de los Monumentos, 696. Entre por la puerta de servicio.
Acto seguido colgó el teléfono. Me sentí desconcertado. Ni tan siquiera se había preocupado en preguntar si yo podía presentarme en tan poco tiempo allí. Me vestí con lo primero que encontré y salí disparado maldiciendo. Un tipo molesto, el tal Ernesto. Esperaba quitármelo de encima cuanto antes.
En menos de un cuarto de hora tenía mi pequeño Seat Cupra aparcado a la puerta del enorme edificio. Me tomé un par de minutos en admirar el imponente cierre de forja que rodeaba el inmenso jardín. Unas cámaras de videovigilancia enfocaban toda la calle desde unas altas atalayas de acero inoxidable. Con el fin de salvaguardar la intimidad de sus habitantes algún celoso jardinero había cercado los muretes de hormigón con un cierre de boje (o quizás el mismísimo Ernesto Zaldumbia). El resultado era una especie de fortaleza con muros de forja y hormigón de casi dos metros de altura. Imposible adivinar lo que se guardaba allí dentro.
Busqué desorientado la puerta de servicio. Ese concepto tan snob de puerta principal y puerta de servicio yo ya lo creía abolido en tiempos del fin de la esclavitud. Una puerta corredera con el cartel de “Vado Permanente”, un portón de madera de roble macizo tallado a mano con video portero, una portezuela verde con un simple timbre… esa debía de ser la puerta de servicio. Estaba a punto de pulsar el botón del timbre cuando me sobresaltó una voz metálica que parecía provenir de un altavoz escondido entre el boje del cierre.
—Identifíquese, por favor…
En ese momento me di cuenta de que una pequeña cámara me enfocaba directamente desde lo alto de la portezuela. Supuse que la cámara también recibía audio y grité hacia ella:
—Soy Balagar. He quedado citado con el señor Zaldumbia.
Un zumbido me indicó que estaba en lo cierto. Con un chasquido la puerta se abrió automáticamente.
—Pase, por favor.
Nada más entrar pude ver una pequeña garita instalada al lado de la rampa de acceso al garaje, y un guardia de seguridad que seguía atentamente mis movimientos por unas pantallas de televisión. Con toda seguridad era el que me había abierto la puerta.
Otro compañero uniformado surgió como un fantasma a mis espaldas sobresaltándome. Con acento marcial me ordenó que le siguiera.
Me dejé conducir con docilidad. En el fondo me hacía sentir importante que se me tratase con tanto celo. Atravesamos un camino de gravilla y entramos en la imponente mansión de Zaldumbia. Se trataba de una impresionante casa de indianos rehabilitada, con muros macizos y un escudo de piedra datado de 1890. Sin duda tenía buen gusto, aparte de dinero… Sentí la envidia que siempre sentimos los pobres cuando vemos algo inalcanzable para nosotros. El interior de la casa no era para menos: tapices, estatuas, óleos, antigüedades… me sentí como un mosquito en la madriguera de un enorme sapo. Sin duda esa era la intención de Ernesto Zaldumbia… llevarme a su terreno para confundirme y sacarme información.
—Espere aquí.
El tono del guardia no admitía réplica. Eficiente como un autómata, pese a su carencia de modales.
Me senté en una butaca de cuero con aspecto de ser muy cómoda. Parecía encontrarme en una especie de salita para invitados, con otras dos butacas enfrente de donde yo me había sentado orientadas hacia mí. Un pequeño mueble bar contenía una buena colección de licores. Parecían caros, pero sus marcas no me resultaron demasiado conocidas, debían de ser grandes reservas exclusivas.
—Sírvase algo, por favor… —la ampulosa y lejana voz de Ernesto me sacó de mis cavilaciones—. Será la primera; y posiblemente última vez que tenga ocasión de probar algo así. No está hecha la miel para la boca del cerdo…
Al fin aparecía Ernesto, y como parecía ser la norma de la casa se me acercaba por la espalda. Sentí un ligero escalofrío. Otra vez estaba en desventaja. Me levanté como un felino de mi butaca y me di la vuelta para verle de frente. Su evidente menosprecio hacia mí no hizo sino aumentar mi repugnancia sobre él. En los mentideros locales se afirmaba que era un ególatra prepotente, clasista y sin escrúpulos; pero yo nunca había imaginado lo cortos que se habían quedado.
Se acercaba torpemente, dando tumbos como un marinero recién desembarcado. Sus pequeñas piernas estaban visiblemente arqueadas, como si fuesen incapaces de sostener el inmenso peso de su orondo barrigón. Trataba de hacerse pasar por elegante embutido en un traje de color azul celeste que al menos a mi entender no le favorecía demasiado. Me pregunté qué demonios sería lo que podría empujar a las mujeres como Penélope a formar parte de su colección de trofeos. Decidí hacer oídos sordos a sus provocaciones.
—No, gracias… dígale a alguno de sus esbirros que me traiga una San Miguel, por favor… y que esté fresquita, a poder ser… —si ese gordo pretencioso pretendía acobardarme había dado con el hombre equivocado—. Un purito sí que me fumaría, si no le parece mal…
El rostro de Ernesto se encendió súbitamente pasando del rojo escarlata al malva en cuestión de un segundo. Tragando saliva me espetó:
—Baltasar… no se pase de listo —su dedo índice me señaló amenazadoramente.
—Balagar, si no le importa….
Un guiño y una mueca cómica. Ernesto acusó la puntilla como un toro en los toriles.
—¿Trae algo para mí o no lo trae? —empezó a resoplar como un fuelle gastado—. No venga a insultarme a mi casa. No se equivoque. Esto es MI CASA —remarcó sus últimas palabras con un extraño brillo malévolo en la mirada—. Aquí el que ordena soy yo… ¡¿Está claro?!
Su manifiesta hostilidad lejos de intimidarme me animó. Empezó a divertirme aún más sacarle de quicio. Exasperado por mi pasividad Ernesto empezó a desesperarse.
—¿Qué es lo que traes? ¡Maldito mequetrefe! ¡Me estás haciendo perder un tiempo que no tengo…! ¿Qué coño es eso de un “manuscrito”? Venga, empieza a largar si no quieres que te eche de aquí a patadas…
—Tranquilo, caballero, que le va a dar a usted una lipotimia… como le tenga que hacer el boca a boca lo llevamos jodido, porque yo no soy de los que se besan en la primera cita…
Los ojos de Ernesto se inyectaron en sangre, y unos espumarajos de rabia mal contenida me indicaron que había traspasado la línea de lo prudente.
—Voy a hacer que te apaleen como a un perro por esto, miserable. Te van a dar la paliza de tu vida. No te va a reconocer ni tu madre, cabrón. Vete encargando una silla de ruedas, porque te voy a partir las piernas. Dame lo que sea que traigas para mí y lárgate antes de que me arrepienta de dejarte ir… ¡Sergei, acompaña a este mierda a la salida!
Un enorme matón se me acercó con cara de pocos amigos. Tenía todo el aspecto de un enorme boxeador ruso acostumbrado a métodos poco sutiles. Arrojé el folio con la carta de Penélope hacia Ernesto.
—Soy el único que sabe dónde está su prometida —procuré que mi voz sonase firme y segura—. Está bien y desea mantener contacto con usted, pero no me gustan las amenazas… Le mantendré informado por correo electrónico. No haga tonterías.
Ernesto deslizó la mirada hacia el folio manuscrito, y al reconocer la caligrafía de Penélope aflojó su garra en torno a mí:
—Déjalo irse, Sergei, pero quédate bien con su cara, porque os volveréis a ver…
Me fui con la certeza de que esta reunión me auguraba unos encuentros en el futuro poco recomendables para mi salud. Me alegré de que no me hubiesen registrado al entrar ni al salir porque toda la conversación la tenía grabada en audio y video. En internet vendían unas plumas estilográficas de aspecto inofensivo muy útiles en casos de amenazas como ese. Le mandaría una copia a Balbi en cuanto pudiera por si fuera necesario recurrir a ello en un futuro. No cabía duda de que el tal Ernesto era un mafioso de primer orden. Un tipo peligroso sin lugar a dudas.



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