martes, 10 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 4





Capítulo
4

E
n la mansión de Ernesto Zaldumbia se desató una verdadera tempestad. Nunca antes nadie se le había enfrentado de esa manera sin sufrir las consecuencias. Estaba de mal humor y ya lo había pagado con su hombre de confianza. Le había encargado la innoble tarea de seguir a ese tal Balagar Fartón. Ese “don nadie” no se saldría con la suya. En cuanto Penélope estuviese a su lado de nuevo se encargaría de cortarle las alas a ese pajarillo. Tamborileó impaciente sobre las paredes del macizo vaso de vidrio tallado en el que se había servido una abundante ración de Glenfiddich de 40 años. Con el segundo trago pareció que sus nervios se aflojaban un poco. “¿Cuándo llegaría de una maldita vez su futuro suegro?”.
Hacía casi una hora que esperaba por él. No le gustaba esperar. Unos toquecitos en la puerta le indicaron que su visita había llegado ya.
—¿Si?
Sabía de sobra que solamente podía ser Adolfo Saavedra; pero le gustaba poner de manifiesto su autoridad siempre que podía.
—El señor Saavedra ya ha llegado… ¿Le hago pasar?
—Claro, claro… por supuesto… No le tengas esperando, patán…
Ernesto tenía un particular punto de vista. A su manera de ver las cosas el servicio doméstico —siempre de origen latino en su caso— no se merecía ni la más mínima consideración. En su casa vivían esclavizadas dos parejas de ecuatorianos que había tomado como garantía de pago de unas deudas en Ecuador. Asumían las tareas del hogar y del jardín y en ocasiones les utilizaba como camareros en fiestas privadas para los amigos más íntimos.
No tenían sueldo ni Seguridad Social, y sus pasaportes estaban bien guardados en su caja de seguridad. Ese tipo de mano de obra solo servía para obedecer y ser humillados. No era la primera vez que había descargado su frustración con alguno de ellos a golpes.
Lo contradictorio del caso es que le excitaba la idea de descargar otro tipo de frustraciones más físicas con la más joven de las muchachas. La imagen de Juanita le invadía algunas noches en forma de fantasía sexual con una intensidad tal que en más de una ocasión había terminado aliviándose en solitario; pero la simple idea de admitirlo le hacía sentir sucio. Penélope no era precisamente un volcán en la cama, y muchas veces había tenido que recurrir al onanismo para darle salida a sus instintos carnales. Muchas de las chicas que pasaban por sus clubs de alterne eran víctimas de su adicción desmedida al sexo. Ernesto intentó alejar ese pensamiento ante la inminente llegada de Adolfo Saavedra. Tenía que estar con los cinco sentidos alerta.
—Tenemos noticias de mi hija, ¿no es así?
El político había entrado como una tromba sin molestarse ni tan siquiera en saludar. Portaba un gesto despreocupado y sociable; pero bajo esa apariencia afable Ernesto sabía que se ocultaba un fiero depredador.
—Sí, Adolfo, tenemos noticias; pero no sé si te gustarán… Penélope está descontrolada. Parece que ha decidido irse de mi lado; pero no entiendo nada de nada. Mira… —le alargó la carta al político exhibiendo un gesto de manifiesto desprecio.
—En efecto, es la letra de mi hija; pero esto no tiene sentido… ¿De dónde la has sacado?
—La acaba de traer un tal Balagar Fartón. Dice que Penélope se la entregó personalmente. Te sugiero que la leas a ver si eres capaz de entender algo de todo esto… Al fin y al cabo ella no deja de ser tu hija; tú la entenderás mejor que yo… —añadió desconcertado el empresario.
Adolfo se ajustó unas pequeñas lentes desmontables, arrugando el ceño mientras empezaba a leer la nota. A medida que iba leyendo sus ojos se entrecerraban cada vez más; como si le costase comprender el significado del mensaje que Penélope quería transmitir a su prometido. Cuando hubo concluido de leerla para sí comenzó a leérsela muy despacio al empresario.
En cuanto el político acabó de leer el manuscrito se creó un silencio incómodo. Ambos parecían intentar alcanzar algún oculto significado en la nota. El primero en hablar fue Adolfo. Lo hizo con una voz pausada y mirando directamente a los ojos de su futuro yerno:
—Si te soy sincero no entiendo nada de nada… ¿Qué le ha pasado a mi hija en estos últimos días? ¿Qué le has hecho para que se encuentre así?
—Verás, Adolfo… —contestó un poco turbado el desconcertado empresario—. No sé qué mosca le habrá picado; pero tu hija parece haberse vuelto loca de remate. Dice que necesita tiempo, que necesita un poco de libertad para pensar… ¿Qué coño es eso del fuego en la mirada, del amor, de los recuerdos y todo eso?
—Esperaba que tú me lo dijeras… tú eres su novio.
—Hombre… —comenzó este, un tanto receloso—. Yo no soy muy romántico, que digamos; y tu hija siempre ha querido vivir en un cuento de hadas. Reconozco que estos últimos días la he tenido un poco desatendida; pero eso no explica que se haya ido de esta manera…
—En fin… —concluyó Adolfo con voz animosa, tratando de restarle importancia al asunto—. Las mujeres son así, “Ernestín”. Ya se le pasará el berrinche… Supongo que habrá leído muchas novelas de amor últimamente. ¿Habéis discutido? ¿Te ha visto con otras? ¿Le has pegado?
—No, que yo sepa... Siempre tengo mucho cuidado con esas cosas, y tú lo sabes…
—Sí, sí que lo sé… eres perro viejo, bribón… sea como sea la necesitamos. Ella es la que tiene a su nombre la cuenta del banco. Yo la necesito a ella y tú me necesitas a mí, así que si quieres que en Colombia no empiecen a ponerse nerviosos con sus envíos a España ya puedes moverte y traerla de vuelta. Háblame de ese detective…
—No te preocupes, Adolfo; parece un aficionado. No me extrañaría que fuese uno de estos actores de teatro provincianos que ella tanto frecuenta. Confía en mí, te dije que me casaría con ella y me casaré con ella, dame tiempo, solo necesito tiempo…
—El tiempo es lo que se me agota a mí, y también la paciencia… Llevas dos años cortejándola y yo no veo resultados; más bien al contrario. Cuando teníais que estar planeando vuestro matrimonio ella se te escapa a reflexionar. ¿Tú crees que esto es para confiar en ti? Hasta un mono corteja con más acierto que tú.
Decididamente ese no era su día —pensó el empresario—, pero se guardó muy mucho de expresarlo porque su futuro suegro sí que era peligroso. Tenía en el bolsillo a la mitad de funcionarios de aduanas de países como Colombia, Ecuador, Venezuela… Era respetado a escala mundial y él solo era un pececillo al lado de un depredador como él.
—Confía en mí… ¿te he fallado alguna vez? —una mueca que quería ser una sonrisa se perfiló en su cara.
—El día que lo hagas serás hombre muerto, y tú lo sabes.
Así de categórico se mostraba Adolfo Saavedra. A Ernesto se le aflojó un poco el esfínter. Puso su cerebro a trabajar a marchas forzadas…
—Tengo a Sergei en el caso. Es cuestión de tiempo que la encuentre y la traiga de vuelta.
—¿Ese matón? —Adolfo no ocultó un gesto de desaprobación—. Es tan gilipollas que le pueden estar meando encima y él solo se enteraría cuando se le enfriasen los pantalones. No encontraría ni a su madre en el puticlub en donde le parieron.
—Confío en él. Lo que no entiendo es lo que pueda haber encontrado Penélope en Pamplona…
—¿Pamplona? —el rostro de Adolfo Saavedra se volvió lívido como la cera—. No, no puede ser… es imposible… ¿Quién te ha dicho que está en Pamplona? Es imposible…
—En su carta lo pone bien claro… Pam-plo-na. Hace un par de días le llegó un paquetito desde allí; y desde entonces ha estado un poco rara… ¿Qué tiene de especial Pamplona?
—Me cago en la madre que te parió, Ernesto. Encuéntrala. Y encuéntrala ya. ¿Me oyes? Coge el puto coche, o un avión o lo que te salga de los huevos pero que no se acerque a Pamplona. Te voy a dar una dirección y un nombre. Haz lo que haga falta, pero que Penélope no se reúna con esta mujer. Tu vida depende de ello…
Nunca en los veinte años que hacía que se conocían había visto tan desencajado a su futuro suegro. No sabía qué coño se escondía en Pamplona, pero haría lo que hiciese falta para impedir ese encuentro. El político garabateó un nombre y una dirección en un papel, tendiéndoselo con brutalidad:
—Después de leerlo lo quemas; que no lo vea nadie más; llámame al teléfono seguro cuando lo hayas solucionado. NO ME FALLES, —recalcó.
Con un portazo dio por concluida la reunión, dejando a Ernesto sumido en un mar de dudas. El empresario leyó desconcertado el papel: Covadonga Piamonte. Residencia Sauce Llorón. Pamplona.
Por más que ponía su mente a funcionar no había nada turbio en su pasado que le acercase a Pamplona. Nunca había estado allí; pero si Adolfo le ordenaba ir allí y solucionar lo que fuera que hubiese que solucionar él lo haría. Debía de tratarse de algún asunto familiar; algo que solamente Adolfo alcanzaba a comprender. Canceló todos los compromisos que tenía esa semana y llamó a Malasangre, un sicario que de vez en cuando le solucionaba algún que otro “problemilla”. Esa mujer no le causaría más problemas con Adolfo. “Menudo lunes de mierda… Menuda semanita le esperaba” —pensó.



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