martes, 1 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 14


Capítulo
14

A
dolfo Saavedra estaba furioso. Su reunión con Penélope había sido un completo desastre. Nada había transcurrido como él había previsto. Estaba furioso con ella, estaba furioso con Ernesto y estaba furioso consigo mismo. No debería haber dejado en manos de ese inútil una tarea tan importante. Esa misma mañana había regresado su hija de Pamplona, y la entrevista con la monja la había trastornado. No le había dado ni tan siquiera un beso al entrar en casa; y le había acusado de cosas que todavía le escocían. No le había dicho ninguna cosa que no fuera cierta; pero las verdades a veces pueden llegar a ser tan dolorosas como las mentiras más crueles.
No le había quedado más remedio que admitir su pacto de silencio con Miguel Ángel Tudela hacía tres décadas. Remover las cenizas del pasado cuando el pasado debería haberse calcinado en el mayor de los incendios provocaba quemaduras. Penélope estaba enterada de todo, de su adopción, de sus verdaderos padres; de la identidad de su abuelo… Esa información era sumamente peligrosa; y más aún en el estado de ansiedad en el que se encontraba su hija adoptiva. Le había prometido que de momento no lo haría público, pero la chispa de reproche que atisbó en sus refulgentes ojos decía justamente lo contrario.
Quizás todavía estuviese a tiempo de silenciar todo ese desastre, tal vez no fuese aún tarde; pero eso significaba que tendría que implicarse, tenía que arriesgar todo lo que tenía… le dolía la cabeza. Se sentía como un zorro acorralado por una jauría de perros en una cacería desigual. Todo se le había ido de las manos: la monja había hablado, Penélope estaba al corriente (y además la había acompañado un detective). ¿Hasta dónde estaría enterado ese entrometido también? ¿Dónde empezaba y dónde acababa el rastro? Tenían que rodar cabezas; pero… ¿por dónde empezar?
Sin duda una de las primeras en rodar tendría que ser la de Ernesto Zaldumbia. a causa de su ineptitud estaba ahora mismo sumido en ese mar de incertidumbre y nervios. Acabaría con él, pero todavía le necesitaba, todavía quedaba mucho trabajo sucio por hacer. El tipo de trabajo sucio que acabaría con Ernesto. Hasta ahora había sido un peón más en su tablero de juego, pero desde este momento era totalmente prescindible. Ya no tenía sentido buscarle un marido a Penélope porque nunca más volvería a confiar en él.
Acababa de perder una oportunidad de millones de euros. Ella no lo sabía; pero su abuelo le había dejado a su muerte una sustanciosa herencia. Penélope no sospechaba siquiera la fortuna que poseía. Su abuelo había abierto una cuenta en un banco de Gibraltar; pero una de las cláusulas de la cuenta especificaba claramente que solo ella podría acceder a ese dinero.
Llevaba años viviendo torturado, buscando la manera de profanar impunemente ese tesoro, hasta que hacía unos pocos años había dado con la clave conversando con un cliente inglés. Al parecer hacía mucho tiempo ya que no se usaba; pero en la estricta mentalidad inglesa el poder del cabeza de familia era prácticamente ilimitado. En casi todos los documentos económicos con varias décadas de antigüedad se ponía de manifiesto que en un matrimonio el poder ejecutivo en materia económica recaía siempre sobre el varón si no se expresaba en términos adecuados todo lo contrario.
Eso le daba las llaves a la fortuna familiar de Penélope (eso y un marido a quien él pudiese manejar a su antojo). Solamente era cuestión de casarlos y esperar el momento adecuado. Esa opción acababa de esfumarse. Murmuró algo entre dientes. Cuanto más pensaba en ello más furioso se ponía. ¡Maldito Ernesto! Había sido un estúpido por imaginarse que alguien tan limitado pudiese hacer algo bien. Buscó en uno de los cajones de su escritorio y sacó un teléfono móvil de tarjeta desechable. Marcó un número que se sabía de memoria y trató de templar un poco los nervios:
—Soy yo… Todo se ha ido al carajo.
Un silencio incómodo tomó posesión de la línea telefónica.
—No es posible, he hablado con mi hombre y el trabajo está hecho. No hay margen de error —protestó el recién llamado con suavidad.
—¿Margen de error? Venga, no me jodas… es un error de principio a fin. El trabajo se ha hecho tarde, si es que realmente está hecho. Tenemos que hablar. Nos vemos en tu casa. Esta vez no me hagas esperar; por la cuenta que te trae…
Adolfo Saavedra era un hombre estricto, que sentía un profundo desprecio por la mediocridad y la incompetencia. Si algo le parecía ofensivo era precisamente que no le tomasen en serio, y recordaba perfectamente la falta de consideración que había mostrado para con él Ernesto en su último encuentro en su casa. Se prometió a sí mismo que eso iba a cambiar en ese preciso instante. Él tomaría las riendas a partir de ese momento; porque Ernesto estaba demostrando ser un inepto y un descerebrado.
Un poco enfadado consigo mismo sacó la tarjeta del teléfono móvil y la pasó por el aparato destructor de documentos y de hardware que tenía en su despacho. A partir de ese momento toda precaución sería poca. Ernesto se hundiría como un barco viejo y apolillado, arrastrando con él en su naufragio a todo aquel con el que se relacionase. Sus días estaban contados.
Llamó a su chófer particular, dejándole instrucciones de que reservase una mesa a su nombre en uno de los mejores restaurantes de Oviedo. Se citaría allí con uno de sus simpatizantes políticos. Estaban a las puertas de las elecciones regionales y tenía mucho trabajo por delante. Un escándalo como el que se estaba gestando no podría llegar en peor momento.
Un coche de alta gama con cristales tintados salía poco después por la puerta principal de su casa. Dos minutos más tarde una moto de alta cilindrada con un piloto enfundado en un casco de cristales oscuros le siguió. A Adolfo le encantada la sensación de libertad que sentía pilotando esa Ducati. Era un capricho que pocos sabían en él; pero desde su más tierna infancia le habían apasionado las motos. Él mismo se consideraba un piloto de primera; y no era la primera vez que retaba a algún conocido a una carrera. A veces competían en circuitos cerrados al tráfico, pero otras veces… otras veces se había comportado como un auténtico kamikaze, poniendo al límite máquina y cuerpo.
Le reconfortaba ponerse el casco. Era una sensación única que le acercaba inconscientemente a otros tiempos muy lejanos. Se sentía un guerrero cuando se enfundaba en su traje de cuero. Cuando se ponía el casco se imaginaba que era un auténtico gladiador. A veces llegaba incluso a creerse un guerrero moderno a lomos de su bestia.
No le dio tiempo a recrearse en sus ensoñaciones, porque cuando se quiso dar cuenta ya estaba a la puerta del chalet del empresario. La puerta del garaje estaba abierta, y uno de los guardias de seguridad aguardaba en la calle. “Por una vez en la vida ha hecho una cosa como se le manda”—pensó el político—. Con un acelerón tremendo pasó como una exhalación al lado del sorprendido guardia, que no tuvo casi tiempo de apartarse.
Dejó la moto aparcada en el primer sitio que encontró libre y llamó al ascensor que comunicaba el garaje con la casa. Era perfecto, pensó. Nadie podría decir nunca que él había estado allí esa tarde. Cuando la puerta del ascensor se abrió, la fea cara de Sergei le estaba esperando. Odiaba a esa mala bestia. La imagen que proyectaba de agresividad le recordaba a un perro de combate, siempre dispuesto a desgarrarte la yugular al mínimo descuido. Se quitó el casco para que le reconociese con mayor facilidad.
—Bienvenido, señor —el marcado acento del ruso siempre le exasperaba. Le contestó con un leve movimiento de la cabeza. Sergei captó el mensaje.
—Acompáñeme, por favor…
—No te preocupes, Sergei… conozco el camino. No te molestes en acompañarme.
—Como quiera, señor.
Con el casco debajo del brazo Adolfo Saavedra entró como una exhalación en el despacho-biblioteca de Ernesto despidiendo chispas por los ojos. Su violenta irrupción pareció sorprender al empresario (sin duda porque ya tenía planificado el guion a seguir en su entrevista). Le produjo una sombra de placer la sensación de entrar en su casa avasallándole, poniendo de manifiesto que era él quien ostentaba la autoridad; que era él quien llevaba las riendas en este asunto. No dejaría nunca más que Ernesto tomase decisiones que le pudiesen perjudicar.
—Siéntate, Ernesto. No hace falta que hagas teatro.
—Tú mandas…
Adolfo se fijó en las profundas y marcadas ojeras de su anfitrión. Saltaba a la vista que esta noche no había dormido (y posiblemente la anterior tampoco).
—Sí, yo mando. A partir de ahora seré yo el que diga qué se hace y qué no se hace. Lo de Pamplona ha sido un desastre. Una auténtica chapuza. Te dije que Penélope no debería reunirse con la vieja y no has hecho nada para impedirlo. Te advertí, Ernesto, te advertí… dicen que “El que avisa no es traidor” y yo ya me he cansado de avisarte. Estoy cansado de tu incompetencia, harto de tus aires de grandeza, de tu arrogancia… estoy harto de ti, Ernesto. Me has decepcionado de una manera que no te puedes ni imaginar.
—Lo siento… —acertó a decir el empresario. Estaba encajando la reprimenda como un colegial travieso, consciente de su culpabilidad—. No estás siendo justo conmigo, Adolfo… el trabajo está hecho. Mi hombre me lo ha confirmado y en internet se han hecho eco de la noticia.
—¿Qué noticia?
—La vieja esa del asilo para curas y monjas… La han encontrado medio muerta y...
—¿Medio muerta? ¿Eso has dicho? Ernesto, eres increíble. Te di una orden muy concreta: acabar con ese problema para siempre. ¡PARA SIEMPRE! —gritó totalmente desencajado—. ¡Joder… me va a estallar la cabeza!
—¿Cómo se puede ser tan gilipollas? —continuó—. Se supone que era algo sencillo. No parece muy difícil acabar con la vida de una anciana. Te puedo decir mil maneras diferentes de hacerlo sin que nadie se entere. ¡Dios, que banda de subnormales! Al menos tu hombre sería discreto ¿no?
—Mi hombre siempre es discreto. Es de lo mejorcito que se mueve por España. Nunca ha fallado; no sé qué le pudo haber pasado esta vez…
—¿Cómo lo hizo? ¿Veneno, un empujón, asfixia?
—No; creo que le ha disparado en la cabeza... Es un método infalible. Al menos con él siempre lo había sido.
—¡Dios del Cielo y de mi corazón! ¿Qué has dicho? —Adolfo escrutó los ojos del empresario haciéndole sentir pequeño. Ernesto empezó a tartamudear nervioso.
—He dicho que un disparo en la cabeza y...
—Estás loco, Ernesto… Yo creía que eras un poco gilipollas, pero estaba equivocado… estás loco de remate. ¿A quién se le ocurre semejante disparate? A un loco, solo a un loco se le ocurriría semejante estupidez… —Adolfo se pasó las manos por la cabeza, cerrando los ojos con fuerza. Creía estar soñando, estar inmerso en una absurda pesadilla sin pies ni cabeza.
—Vamos a ver, Ernesto… ¿Qué es lo que no entiendes de la palabra discreción? ¿Tú crees que es discreto ejecutar a una monja? ¡Estás como una puta cabra! ¿Te crees que esto es una película de gánsteres o qué? ¡Esto es la vida real, Ernesto! ¡La vida real, joder…! Reza todo lo que sepas para que la anciana no salga de esta, porque tu vida depende de ello.
Era la segunda vez en menos de una semana que Adolfo le amenazaba. Ernesto Zaldumbia no era un hombre que se arredrase y aunque no dijo nada torció el gesto con desagrado. Nunca antes nadie le había amenazado y había salido con vida para contarlo. Taladró con la mirada al político. Si quería problemas los iba a tener, pero antes tenía que dormir un poco. Tenía que acostarse y descansar. No hacía ni dos horas que había llegado de Pamplona; y el amargor de una tremenda resaca le estaba destrozando aún el estómago.
—Dime qué quieres que haga y lo haré —farfulló contrariado.
—No quiero que hagas nada más por tu cuenta. Quédate quietecito, de momento, porque cada vez que haces algo la cagas. Ya no me fio de ti.
Una profunda decepción empapaba la afirmación del político, que le dio la espalda al empresario, dirigiéndose al pequeño mueble bar.
—Lo que tú digas…
Ernesto dudó en ese momento si contarle también lo del travesti; pero no le pareció el momento; tiempo habría de hablar de eso y de muchas más cosas. Adolfo estaba demasiado involucrado en ese lío como para no seguir participando.
—A partir de este momento no hablaremos por teléfono —informó el político mientras paladeaba una copa de licor ambarino—. Todo lo que tengamos que decirnos lo haremos de tú a tú. Voy a hablar con un amigo que me debe favores. Es un prestigioso psiquiatra y dirige un centro de salud mental. —Chasqueó la lengua con agrado. El licor parecía ser de calidad.
—Quiero que traigas a mi hija a tu casa y que no salga de aquí bajo ningún concepto. No quiero que tenga acceso a teléfonos, ni a internet ni a nada del exterior. Tal vez haya hablado con la monja; pero lo que le haya contado no saldrá jamás de los muros de su habitación. Es importante que Penélope no se relacione con nadie. Tráetela a casa y que no hable con nadie en absoluto. Necesito tiempo hasta que la pueda incapacitar. No será difícil hacerla pasar por loca de remate si pretende insistir en la historia que le han contado. ¿Tú crees que serás capas de esto?
Ernesto pareció acusar el golpe. Ejercer de niñera le parecía lo más degradante que podía encargarle el político, pero asintió sin emoción. No era el momento de presentarle batalla a un enemigo tan poderoso como él.
—Tengo un búnker en el sótano —dijo con nerviosismo el empresario—. Sergei se encarga de encerrar en él de vez en cuando a algún cliente cuando se demora en algún pago. Es una auténtica cárcel. Muchos han entrado ahí y no han vuelto a salir jamás… al menos vivos —esto último lo dijo en un susurro apenas, arrastrando las sílabas.
Adolfo fue consciente de que estaba jugando con fuego. No debería descuidarse. Se movía en un terreno muy resbaladizo. Esa misma tarde haría un par de llamadas a Colombia para que atasen bien corto a Ernesto. No le gustaban las sorpresas; y mucho menos las sorpresas desagradables. Se sintió un poco solo y desvalido, sabiéndose un irresponsable por haber ido a esa casa sin protección y de incógnito. No obstante no tenía otra salida. Había un dicho para momentos como ese: “Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas”. Él no era capaz de imaginarse una situación más desesperada que la suya: final de campaña electoral; amenaza de escándalo público; implicación en homicidio. Todo estaba patas arriba; y para un hombre como él, cuyo afán por la previsión y el control rayaba lo obsesivo este caos era el peor de los infiernos.
—Hazlo, Ernesto; pero hazlo ya… no dejes que se nos vaya de las manos esto también. Esta es una herida que hay que cauterizar cuanto antes. Dejaré instrucciones al servicio de mi casa para que le preparen las maletas a Penélope. Antes de dos horas quiero que pases por allí a recogerla. No quiero saber cómo, pero esta tarde la quiero instalada aquí con carácter permanente. ¿OK?
—OK, jefe. Tú mandas… ¿Y qué hacemos con el detective?
—Esperar. Aún no sabemos la información que maneja en todo este lío. Tal vez solamente le haya servido a mi hija para llegar hasta la anciana, pero no creo que sepa nada de interés. No quiero que le toquéis un pelo hasta que yo lo ordene. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido. No soy tan estúpido. Es solo que…
—¿Qué? —Adolfo arqueó una ceja con gesto interrogativo.
—Que ayer por la noche me llamó uno de mis muchachos. Al parecer había una mujer haciendo muchas preguntas por ahí sobre nosotros. Sobre ti, sobre mí; sobre nuestras relaciones… Me dijeron que trabajaba para ese detective de pacotilla.
—¿Y?
Adolfo casi podía prever lo que vendría a continuación, pero ¿prefería tener la certeza de que el empresario se lo confesase?
—Bueno… El caso es que le dije que la asustasen un poco. Un par de golpes, unas amenazas... lo de siempre, ya sabes…
—No, no lo sé y preferiría no llegar a saberlo nunca. Continúa.
—En fin… parece ser que se les fue de las manos un poco. Le dieron un par de golpes y se pusieron un poco cachondos. Supongo que iban un poco pasados… El caso es que empezaron a toquetearla y se dieron cuenta de que no era una mujer. Al menos no una mujer de verdad. Tú ya me entiendes.
—No, no te entiendo. Creo que no quiero saber el final. Eres increíble, Ernesto. No sé cómo has podido llegar a tener todo lo que tienes. Estás rodeado de imbéciles. Tú mismo eres un imbécil. No me jodas que la han matado… —una mirada de marcado odio asesino taladró a Ernesto—. ¡Era lo que nos faltaba!
—No lo sé, Adolfo… al parecer le dieron de lo lindo. Cuando se cansaron de sacudirle la subieron a la zona del embalse de Los Alfilorios. Me dijeron que es una zona donde se reúnen a veces los yonquis con sus camellos para intercambiar mercancía. lo hicieron parecer un atropello con fuga. No creo que nadie sospeche nada.
—Vamos a ver, Ernesto… ¿Tú crees que ese tal Balagar, por tonto que sea, no se va a dar cuenta de que hay algo podrido en todo esto? Resulta que va hasta Pamplona y la vieja con la que se entrevista aparece al día siguiente ejecutada como un vulgar delincuente. Vuelve a Oviedo y a uno de sus colaboradores le dan una paliza y le atropellan… ¿Y dices que crees que nadie sospechará nada? llevas demasiados años esnifando esa mierda que tanto dinero te ha dado y...
—NOS ha dado..., perdona.
La interrupción no pareció gustarle nada en absoluto al político, que arrugó el ceño. Tras una profunda inspiración y arrastrando un poco las palabras continuó.
—No te equivoques. Yo no vendo nada. Yo solo soy responsable de su transporte. No te equivoques —volvió a repetir, esta vez acompañando a sus palabras de una mirada dura como el mismísimo acero—. Vamos a arreglar todo esto; pero pon tus cinco sentidos. Deja de lado todo lo que tengas entre manos. Esto tiene prioridad de vida o muerte. No me falles esta vez. Ya sabes lo que tienes que hacer. No me hagas repetírtelo. Vamos a empezar a hacer las cosas bien. Esta noche volveré por aquí para saludar a mi hija. Trátala bien. No quiero fallos esta vez.
Con un portazo salió del despacho dejando a Ernesto humillado y pensativo. La mirada de soslayo que le había dedicado el político encerraba una advertencia y una amenaza demasiado evidente.



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