domingo, 20 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 19





Capítulo
19

D
olores Menguada estaba hundida. Nunca se hubiese imaginado que la vida de una persona fuese tan frágil. Se había pasado las últimas cuarenta y ocho horas despierta, atenta a la evolución de su mentora, atenta a cada movimiento, a cada respiración a cada estremecimiento. Había rezado día y noche confiando en que la fortaleza de esa pequeña mujer sería suficiente para restablecerla; pero al parecer Dios ya había dado por concluido su viaje en ese mundo; y la había llamado dulcemente, porque poco a poco su vida se había ido apagando.
La confortaba la idea de que al menos le había dado tiempo a llevar a cabo sus planes para con Penélope, pero no podía evitar sentirse culpable. Nunca tendría que haber pasado lo que había pasado; y solamente se le podía achacar a ella la falta de seguridad del centro. Nunca había creído necesario invertir dinero en cámaras ni en vigilantes privados. Ahora ya era tarde. “los arrepentimientos siempre llegan tarde” —pensó—. Solamente esperaba que en el caso de Covadonga Piamonte no hubiese sido así. Ella se merecía el perdón de sus pecados. Recordaba que en su última conversación la monja había dado muestras de atrición; y llevaba años viéndola sufrir, sabedora del dolor de su alma. Covadonga había muerto detestando el pecado que había cometido.
A Dolores se le vino a la cabeza la imagen de su párroco de la infancia, Don Víctor. En el catecismo le llamaban divertidos “Don Vitorilo” por su similitud con el célebre Don Vito Corleone del cine. Aún podía imaginárselo dando grandes aspavientos: “Nunca desesperéis de la salvación eterna; porque Dios siempre facilita, por caminos que en ocasiones solamente Él conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador. No hay pecado —decía siempre el viejo sacerdote—, por grave que este sea, que no tenga perdón de Dios si se cumple con el debido arrepentimiento”.
En el caso de Covadonga, el perdón debería estar asegurado porque la contrición había llegado a formar parte tan activa y sincera de su vida que no había un solo momento del día en el que no resultase evidente su carga.
Trató de desechar ese pensamiento y abrió el cajón del escritorio que tan familiar le estaba resultando últimamente. Se sirvió una ración generosa de pacharán y la apuró de un solo trago. Ana María Tudela se había pasado los últimos años de su vida aleccionándola para cuando ella hubiese de sustituirla y siempre había creído estar preparada; pero en las últimas horas todo su arrojo y valentía parecían haberse diluido en el fondo de un vaso de licor. Dudó entre servirse otro trago o guardar la botella. Faltaban unos pocos minutos para que llegase una visita expresamente llegada del Vaticano.
No era la primera vez que recibía visitas de representantes eclesiásticos, pero tenía que reconocer que la había sorprendido desagradablemente la celeridad con la que habían respondido en esta ocasión. No cabía duda de que ansiaban hincarle el diente a El Sauce Llorón. A pesar de que Ana María la había prevenido en incontables ocasiones nunca se habría imaginado que fuese a suceder con tanta rapidez. Se estremeció al darse cuenta de que la esperaban unos días muy inciertos, planeando la inhumación de sor Covadonga y tratando de escabullirse de los buitres que el Vaticano había enviado. Solo una cosa tenía clara: lucharía con uñas y dientes por preservar la propiedad de su tutora.
Lanzó una mirada de soslayo a la imagen de la Virgen que presidía la pared de su despacho, rogándole encarecidamente que le diera las fuerzas suficientes para hacer frente a todos los problemas que se le avecinaban. Guardó apresuradamente la botella y el vaso en su escondite y pulverizó un poco de perfume en la habitación tratando de camuflar el rastro de sus inconfesables tentaciones.
Al otro lado de la puerta ya se escuchaba el roce de pasos por el pasillo. Paquito, el asistente personal de la difunta Covadonga asomó su cabeza por el minúsculo hueco de la puerta abierta después de dar unos tímidos toques con los nudillos.
—¿Da usted su permiso, doña Dolores?
—Por supuesto, Paco, por supuesto.
Si realmente la cara era el espejo del alma, el alma del sanitario no podría estar más marchita en esos momentos. Sus profundas ojeras denotaban un evidente insomnio, y sus enrojecidos ojos daban testimonio de haber rendido un húmedo y reciente culto al dolor. Dolores no pudo evitar sentir cierta empatía por el afeminado auxiliar.
—Ha llegado la visita que estaba esperando.
Al decir esto el sanitario deslizó su mirada hacia el suelo con gesto afligido. Dolores le devolvió el gesto contestándole sin demasiada vehemencia.
—Hágalos pasar, Paco; hágalos pasar.
No estaba demasiado segura de poder hacerles frente con la serenidad necesaria; pero ¿qué otra cosa podía hacer? Trató de no aparentar la inquietud que la consumía, prometiéndose a sí misma que Covadonga podría sentirse orgullosa de haberla ido instruyendo con esmero a lo largo de tantos años.
Segundos después entraba por la puerta don Benito Escabeche acompañado por uno de los mejores notarios de Pamplona. El representante del Vaticano vestía una sencilla túnica con alzacuellos y un enorme sello de oro adornaba una de sus manos. Era un hombre entrado ya en años, con las sienes blancas y un gesto noble exento de malicia en los ojos. Se trataba de un sacerdote vasco experto en leyes que había ejercido la abogacía en su vida seglar. Hacía años que trabajaba al servicio del Vaticano encargándose en España de los asuntos de Su Santidad en materia de patrimonio y derechos inmobiliarios. Tenía fama de hombre astuto e inteligente y bajo su fachada de hombre frágil e inofensivo todos afirmaban que habitaba un personaje duro e inflexible —despiadado en ocasiones—, por lo que Dolores se puso en guardia, sabedora de que cualquier signo de debilidad podía representar la diferencia entre el triunfo y la derrota. Se levantó de su sillón para recibir a los recién llegados.
—Buenos días, señores —estrechó la mano que le tendía el primero de ellos con firmeza—. Tengan la amabilidad de tomar asiento, por favor.
—Es usted muy amable, señorita Menguada —comenzó el sacerdote prudentemente—. Ante todo quiero manifestarle las sinceras condolencias de Nuestro Santo Padre, extensible a todos sus leales siervos. Le presento mis duelos personales ante la luctuosa partida de su mentora, doña Ana María Tudela. Usted sabe que me unía a ella una amistad bastante importante.
—Me consta, don Benito, me consta… Estoy segura de que ella sabrá aceptarlas desde el cielo con el agradecimiento que se merece, no le quepa la menor duda.
Dolores percibió que el representante de la Santa Sede había acusado el hiriente matiz de su comentario, porque un diminuto relámpago asomó a su mirada. Tomó buena nota mental de la agudeza de su visitante. No en vano provenía de un Estado en el que los comentarios siempre se hacían en voz baja. Debería de tener cuidado en lo sucesivo, porque el viejo abogado estaba acostumbrado a hacer de los matices y los gestos su forma de vida.
—Permítame que le presente al ilustre Señor notario, don Aitor Susaeta Goñi.
—Encantado de conocerla, señora —afirmó el hombre de leyes mientras Dolores le tendía la diestra.
—Lo mismo digo, caballero. Es obvio que la suya es una visita de negocios, ¿verdad señores? Bueno —añadió, con gesto hosco y decidido—, entonces podemos comenzar. Ustedes dirán…
Ambos hombres se miraron desconcertados. Era evidente que no se esperaban una hostilidad tan prematura. Dolores cruzó los brazos, adoptando una postura que manifestaba a las claras sus intenciones belicosas. Al final pareció tomar la iniciativa el abogado de la iglesia. Su tono era conciliador y suave, como correspondía a la clase de hombre acostumbrado a la negociación.
—Somos conscientes de que la nuestra es una visita inoportuna y desagradable, pero nuestra presencia aquí es necesaria para tratar de discernir y valorar los intereses de nuestra Madre iglesia en referencia a la partida de doña Covadonga Piamonte. Nuestra hermana en Cristo dejó este mundo en un momento en el que su relación con mis representados no era demasiado cordial, por así decirlo…
El abogado observó con atención el efecto que estaban causando sus palabras en la directora. Como ella no daba muestras de afectación decidió continuar.
—Posiblemente la incomode que trate estos temas en este momento, pero mis representados están dispuestos a olvidar los desencuentros que hayan podido producirse en el pasado y me han manifestado su interés por ayudarla a tomar las riendas de este centro. Somos plenamente conscientes de las dificultades que le van a surgir para encontrar financiación ahora que su principal benefactora se ha… ido —esto último lo añadió con una prudencia exquisita—. Nosotros estamos dispuestos a brindarle este apoyo económico que tan necesario le va a resultar y…
—Puede usted guardarse el guante de seda, don Benito… —atajó Dolores con firmeza—. El señor Susaeta está aquí como representante del Estado español en materia de leyes, ¿no es así, señor Susaeta?
El notario asintió casi imperceptiblemente, visiblemente incomodado con la tensión que empezaba a respirarse en el ambiente.
—Bien —continuó la directora con gesto hosco—, pues entonces dejémonos de rodeos innecesarios. Me imagino que usted ha citado aquí al señor Susaeta para dar fe de la apertura de los documentos testamentarios de doña Ana María Tudela y Montes de Iruña, ¿no es así, señor notario? —el aludido volvió a asentir en silencio.
—Supongo —continuó Dolores, sin bajar el tono de voz— que lo habitual en estos casos es que las partes implicadas acudan a su notaría para la lectura de las disposiciones finales testamentarias. ¿O no es así, señor notario?
—En efecto, señora… así es; aunque excepcionalmente…
—Lo sé perfectamente —le interrumpió una belicosa Dolores Menguada alzando de nuevo la voz—. Excepcionalmente reciben el encargo de acudir al domicilio de algún finado para dar fe de la veracidad de algún documento testamentario. Casos de excepcional urgencia, me supongo…
—En efecto, así es —manifestó el hombre de leyes, notablemente incomodado por las interrupciones de la que sin duda era para él una ordinaria y vulgar entrometida.
—Bueno, pues entonces, si no tiene inconveniente, don Benito —matizó la directora buscando la mirada del sacerdote—. Dado que para usted es tan urgente la apertura del testamento de Ana María Tudela no le voy a hacer esperar más. Me imagino que los honorarios de este señor que le acompaña corren de su cuenta…
—Por supuesto, señora, por supuesto. Faltaría más…
El sacerdote se revolvió incómodo en su asiento, empezando a ser consciente de que la reunión empezaba a escapársele de las manos. A él le gustaba llevar siempre la iniciativa pero había algo en la determinación de esa mujer que le intimidaba levemente. No sabría precisar si era su mirada, tan parecida a la de su difunta esposa Claudia o su imponente figura (la buena señora medía un metro ochenta abundante, acompañado de una corpulencia física extraordinaria). Pareció aliviarse al ver que Dolores cedía un poco de terreno.
—Bien, pues entonces puede proceder a la lectura del testamento cuando lo desee, señor notario.
Mientras el fedatario se ajustaba las gafas Dolores le dedicó una mirada de intensa enemistad a Benito Escabeche. Antes de la llegada de este se había asegurado de leer la copia que Ana María le había dejado de su testamento. Adjunto a los documentos jurídicos había una nota manuscrita por la propia monja, en la que la prevenía de las batallas que habría de sostener y vencer si quería que el centro de retiro espiritual no pasase a manos de los distintos acreedores, entre ellos la iglesia. Esperó mientras el notario leía despacio y con voz clara las primeras disposiciones del documento. Se trataba de meros formalismos y aceptaciones de lo dispuesto por su mentora. Asintió maquinalmente a todos los requerimientos hasta que este llegó a la parte central del testamento. La cara del sacerdote ganó en lividez cuando el notario aseveró con voz clara:
“Es mi firme decisión que la titularidad de “La finca El Sauce Llorón” pase a manos de mi heredera la Señorita Penélope Saavedra, a condición de la aceptación de esta. Para ello deberá aportar los documentos acreditativos que sean necesarios para demostrar su legítimo reconocimiento. En lo referente a la gestión de la asociación del mismo nombre lego todos mis derechos a la actual gerente, doña Dolores Menguada, otorgándole pleno derecho para la utilización de las dos cuentas corrientes que la asociación posee en la entidad Banco Popular Español; con los números de cuenta número….”.
—Disculpe que le interrumpa, señor Susaeta… —el sacerdote había tardado en intervenir, como si hubiese estado debatiendo entre interrumpirle o esperar hasta el final—. ¿Ha dicho usted heredera? Nos consta que en el momento del fallecimiento de la señora Tudela no existía persona alguna con derechos adquiridos sobre la interfecta. Me temo que he de impugnar este testamento porque es inaceptable. A fecha de hoy tengo la completa certeza de que no consta en ningún documento la existencia de herederos por parte de la difunta señora Tudela.
Dolores pareció divertida por la reacción del sacerdote, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Tan solo se limitó a mirar de reojo al notario, que levantó la vista de los papeles unos segundos apenas.
—Está usted en su derecho de iniciar las acciones que considere oportunas, señor Escabeche. Si es tan amable, acabo la lectura y me comunica las medidas que tenga a bien adoptar, pero entretanto…
El notario continuó con la lectura del testamento pero para el sacerdote ya había perdido todo el interés. Había recibido unas instrucciones inusualmente precisas: la parcela en la que se asentaba la capilla del centro de retiro espiritual debería pasar a formar parte de las propiedades de la iglesia. No importaban los recursos o las acciones que fueran necesarios. Solamente un puñado de personas estaban al tanto de sus intenciones en España y se le había dotado de unos recursos ilimitados. Benito nunca había decepcionado a sus superiores. Esta vez no sería una excepción. Enfrente de él estaba una Dolores Menguada que le observaba de tú a tú, acaso ignorando el poder que se le había otorgado. Empezó a notar que la barbilla le temblaba levemente a causa de la frustración. En cuanto el notario hubo acabado se secó unas gotas de sudor frío que comenzaban a nacerle de la frente.
—¿Podría usted dejarnos un momento a solas, señor Susaeta?
—Por supuesto. Si ustedes me estampan su rúbrica en estos documentos daré por concluida esta visita. Es usted libre de acudir a los tribunales si así lo desea, señor Escabeche.
—Tenga por seguro que lo haré —respondió indignado el sacerdote, mientras se secaba una perla de sudor que le acababa de nacer en la frente—. Las disposiciones que usted acaba de exponer son inaceptables para las personas a quienes represento.
—Un placer, señora Menguada —el joven notario le estrechó la mano a la directora una vez esta hubo garabateado su firma en los documentos. Lanzó una mirada de complicidad al abogado antes de acercarse a la puerta con paso rápido.
—A su disposición, señor Escabeche —añadió, antes de acariciar el pomo de la puerta—. Transmítale mis más afectuosos saludos a Monseñor Espigno. Dígale que a mi esposa y a mí nos complacería que nos volviese a visitar cuando disponga de tiempo.
—De su parte, no se preocupe. De su parte.
Benito Escabeche aceptó la advertencia sin dar muestras de haber captado ninguna intención oculta en el comentario, pero era consciente de que el notario había puesto de manifiesto sus buenas relaciones con Monseñor Espigno de manera deliberada. El cardenal Espigno era sin duda alguna uno de los hombres con más poder en el Vaticano. Benito podría decir que trabajaba para él si la suya no fuese una ocupación vocacional. Desde la muerte de su mujer se había comprometido en cuerpo y alma en hacer grande y eterna la gloria de Cristo, y había puesto todos sus conocimientos y voluntad en el firme propósito de velar por los intereses de la Santa Madre Iglesia allí donde se requiriera su presencia. En este caso era el cardenal Espigno quien dirigía personalmente las evoluciones de ese expediente; pero sería absurdo inquietarse por la resolución de un simple litigio administrativo. En cuanto el notario hubo salido de la habitación se encaró con la directora:
—Debe de tratarse de un error o de una broma ¿no es así, señora Menguada? Si lo que pretende es ganar tiempo le aseguro que no le servirá de nada. No le recomiendo que se enfrente a mí. Tengo de mi lado la razón y unos recursos ilimitados. Le convendría negociar ahora que todavía está a tiempo. No quisiera tener que escarbar y sacar a la luz ciertos documentos crediticios…
El abogado contaba con que la simple mención de los distintos créditos de bajo interés que el Banco Vaticano había ido otorgando a El Sauce Llorón a lo largo de los años intimidaría a la robusta directora; pero esta en lugar de amilanarse pareció ofuscarse aún más. De un salto se levantó de su sillón apuntándole directamente con el índice de su diestra, el rostro encendido de ira.
—No me venga con pamplinas, señor Escabeche. Hace tiempo que no me asustan los cuentos para niños y para viejas. El centro está debidamente saneado económicamente y prueba de ello es que no nos hemos demorado ni en una sola mensualidad. El hecho de que la señora Piamonte nos haya dejado no cambia ni cambiará esa situación, créame. No sé si se ha dado cuenta usted pero en El Sauce Llorón me he pasado casi la totalidad de mi vida. Para bien o para mal he visto pasar por aquí a muchos siervos de Dios, como usted bien dice. Solo hay una cosa que me ha quedado clara; y es que cuando llega el momento de irse para siempre se forma una especie de carrera regresiva que nos traslada a todos a momentos pasados. He visto a curas como usted arrepentirse llorando como críos aceptando aberraciones que asquearían hasta a la mente más depravada; perversiones aceptadas como práctica habitual sin que sus “clientes”, como usted se empeña en llamarles, hagan otra cosa que negar su existencia.
—Un respeto, señora —replicó ofendido el sacerdote—. No es necesario difamar la imagen de la Santa Madre Iglesia gratuitamente. De eso ya se encargan por desgracia muchos charlatanes impíos cada vez con más frecuencia. En esta sociedad tan corrompida ya no se respeta nada, ni tan siquiera lo más sagrado…
—¿Cree usted estar preparado para ese viaje, señor Escabeche?
El aludido palideció.
—Aún no me ha contestado —insistió con vehemencia la directora, levantándose de su asiento y adoptando una postura amenazadora—. Todos tenemos que ser juzgados, señor Escabeche. Seglares y laicos. Hombres y mujeres… cuando a usted le toque presentarse ante Dios, ¿cree que llegará libre de toda culpa?
El sacerdote se sintió incapaz de soportar su mirada desafiante sin responder. Se produjo un silencio tenso que duró un microsegundo. Era evidente que estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por no perder la compostura. Cuando respondió lo hizo con una cadencia deliberadamente lenta. Hiriente.
—Es usted una hereje y una impía. Jamás me habían insultado de esta manera. Soy un hombre de Dios. El respeto a Dios forma parte de mi vida permanentemente. No tengo por qué escuchar más sus blasfemias.
—¿Quiere que le dé datos, señor Benito? —los ojos de la directora arrojaban fuego de encolerizada que estaba—. Le voy a dar algunos datos… mejor se encargaban ustedes de poner fin a los abusos que tanto se afanan en silenciar que en perseguir las propiedades de los difuntos, pero bueno… usted al fin y al cabo es solamente un intermediario, ¿verdad? —el abogado iba a responderle, pero Dolores no se lo permitió, volviendo a la carga con su tono machacón.
—Bueno, eso da igual… —la directora intensificó la dureza de su mirada aún más—. ¿Recuerda usted el caso del párroco de Builla?
El reloj de péndulo de la pared martilleaba rítmicamente el silencio mientras el enviado papal se ruborizaba tratando de contenerse.
—Sí, estoy segura de que se acuerda. Algo así no puede ser fácil de olvidar —continuó una crecida Dolores clavándole unos ojos como tizones al rojo vivo—. Le refrescaré la memoria: fue acusado de abusar sexualmente de al menos dos de sus monaguillos, pero cuando la denuncia se hizo pública el párroco en cuestión desapareció. “Traslado a causa de motivos médicos”, le llamaron ustedes. Fue absuelto de sus cargos por “falta de pruebas” y “prescripción del delito”.
El anciano entrecerró los ojos tratando de acceder a algún confuso y lejano recuerdo. Dolores supo que había tocado algún punto sensible y volvió a la carga con desdén.
—Creo recordar que fue usted quien se encargó de su defensa, ¿no es así? —otro silencio, aún más tenso—. Pues bien… yo conocí bastante bien a Ignacio Ibarri Devesa y estaba perfectamente sano hasta que se murió, hará cosa de dos años, cuando se cayó por las escaleras, ebrio de vino. Y no fueron dos los monaguillos que pasaron por sus viciosas y depravadas manos; fueron más de cuarenta, a lo largo de los veinte años que estuvo de pastor en Builla… No me invento nada, señor Escabeche; sus propios labios fueron los que me relataron la mayor parte de sus indecencias.
Se produjo un vacío incómodo. Dolores podía sentir el latido de su agitada sangre en la sien. El sacerdote acarició con la yema de los dedos un pequeño crucifijo que le colgaba del cuello, como si el contacto con el frío metal pudiera descargar la inmensa cólera que le empezaba a hormiguear como una corriente de alta tensión. Trató de contener el incendiario enojo que amenazaba consumirle.
—No siga por ese camino, señora Menguada. No nos corresponde a nosotros juzgar las abominaciones de otros. Tenga usted en cuenta que nos vemos obligados a luchar diariamente con el diablo y por desgracia, ocasionalmente, alguno de nuestros pastores se pudre al contacto de sus maléficos influjos. Cuando esto ocurre y uno de nuestros soldados en Cristo sucumbe ante los asquerosos encantos del Maligno a nosotros solamente nos corresponde rezar por la salvación de su alma. Nadie se libra del inefable Juicio de Dios…
El tono del sacerdote se volvió grave. Dejó resbalar sus manos hacia el regazo entrelazándolas con devoción.
—Usted mismo lo ha dicho: nadie. Ni tan siquiera los enviados por el Papa.
El sacerdote pareció acusar el golpe, porque pasó del encendido rubor a una lividez cadavérica. Hizo acopio de aire antes de continuar.
—Vamos a poner las cartas sobre la mesa, ¿le parece bien?
El tono del sacerdote procuró sonar cortés, pero la barbilla le temblaba como a un enorme roedor. Dolores reprimió una sonrisa sabedora de que estaba consiguiendo sacar de sus casillas al hombre de paz. Se lo imaginó tratando de masticar toda su furia, incapaz de engullir esa pelota de sabor agrio y amargo. Se estiró sobre su sillón desde detrás del escritorio extendiendo las palmas de sus manos, indicándole con ello que contaba con toda su atención. El sacerdote continuó.
—Ni usted me cae bien a mí ni yo a usted. Eso lo tengo perfectamente claro; pero mi presencia aquí se debe a un simple asunto de… negocios, por así decirlo.
El veterano sacerdote escrutó inquisitivamente a su anfitriona. Dolores frunció el ceño, desafiante, devolviéndole una mirada empapada de ira. El abogado no se intimidó, sino que endureció aún más el gesto.
—Usted quiere mantener la propiedad de este centro. ¿No es así, señora?
—Por supuesto. Ana María así lo quería y así ha de ser.
—Bueno, pues creo que puedo ofrecerle un acuerdo aceptable para ambos: estamos dispuestos a asumir el mantenimiento económico del centro. Eso incluiría salarios, seguros, costes de reformas y ampliaciones y todo lo que usted tenga a bien poner por escrito. Nos olvidaríamos de todos los créditos que tienen abiertos en este momento, rescindiendo todas las obligaciones que tienen contraídas actualmente con nuestras entidades crediticias y…
—¿A cambio de qué?
A Dolores no se le había escapado que la aceptación de esa oferta llevaba implícita la aceptación de otras disposiciones, seguramente menos atractivas para ella. La inflexión de la voz del sacerdote se había suavizado hasta un nivel sibilante que se le antojaba demasiado fingido. “La serpiente parece haber iniciado su baile para mí”—pensó.
—Mis representados solamente tienen interés en los bienes meramente religiosos, afectando este interés única y exclusivamente a su capilla y a los objetos píos que hay depositados en ella. El resto de la propiedad carece de utilidad para nosotros.
—Es una oferta muy generosa, he de admitirlo, pero iría en contra de los deseos de la señora Tudela. Una de las cosas que ella siempre me ha repetido es que se había alegrado de su buen juicio a la hora de constituir legalmente este centro. El hecho de que sea una sociedad limitada no ha sido aleatorio, señor Escabeche. La señora Tudela se ocupó personalmente de dejar bien claro que todo lo referente a esta propiedad; continente y contenido; quedase fuera de su alcance. Estoy segura de que hay muchas capillas que podrían ser merecedoras de su atención aparte de esta, ¿no le parece? ¿Qué es lo que la hace tan especial?
—No se burle de mí. No se lo recomiendo…
En ese momento el sacerdote ya era incapaz de reprimir su ira. Su cuello en tensión dejaba adivinar una arteria marcada en exceso; y había adoptado una postura similar a la de un corredor de medio fondo en la salida, con las manos apoyadas encima de la mesa y el cuerpo flexionado como el de un felino.
—Usted sabe perfectamente a lo que he venido, no me haga malgastar mi paciencia.
—Siéntese, que ya no es ningún chaval, no quisiera que le diera a usted una lipotimia.
—Su irreverencia está rayando ya la grosería, señora Menguada…
—Pues ya sabe dónde está la puerta, señor Escabeche. Disculpe que no le acompañe pero estoy muy ocupada. Que tenga usted buen día.
El anciano sacerdote se levantó resoplando, con el ego maltrecho y prometiéndose a sí mismo que machacaría en los tribunales a esa mentecata con aires de púgil. Se despidió sin volver la cabeza para mirarla:
—Tendrá noticias mías, señora Menguada y créame que no seré tan indulgente con usted en nuestros próximos encuentros. Vaya despidiéndose de este centro; porque no descansaré hasta que se lo embarguen por impago. Puede usted estar segura de que esa capilla será nuestra, no le quepa la menor duda. Es solamente cuestión de tiempo. Que tenga usted buen día, también. Si es que puede… —añadió con tono amargo mientras cerraba la puerta tras de sí con suavidad.
Dolores se recostó en el sillón exhalando todo el aire que venía acaparando desde hacía bastantes minutos. Podía hacerse una idea bastante clara de lo que Benito Escabeche perseguía. Ana María Tudela le había hecho una confesión hacía bastantes años. Le había contado que a principios de la Guerra Civil ella formaba parte de las enfermeras que se ocupaban de los heridos en el santuario de Covadonga.
Por aquel entonces la zona norte aún era republicana, y ella se había visto obligada a esconder su condición de monja para atender a los heridos en el frente. En el hotel Pelayo se había improvisado un hospital de campaña en el que se atendía como buenamente se podía a los convalecientes. En uno de los sótanos del Cabildo había una imprenta que interesaba poseer en gran medida a las fuerzas leales a la república, motivo por el cual pasó a considerarse de interés militar su posesión y cuando las tropas comunistas entraron en Covadonga lo hicieron a sangre y fuego, sin respetar a nada ni a nadie; despreciando sobremanera los sagrados iconos religiosos que tanto representaban para los que allí vivían.
Entre las filas de los combatientes que acababan de invadir las dependencias abundaban los anarquistas sin escrúpulos y los comunistas más exacerbados. Como muestra evidente de su repulsión hacia la Iglesia habían puesto mucho empeño en saquear la basílica y las casas de los sacerdotes. Ana María le había contado que había pasado mucho miedo; pero que cuando había observado horrorizada que las hordas de exaltados le prendían fuego a la basílica no lo había dudado y se había lanzado carrera arriba hacia la Santa cueva justo a tiempo de rescatar la imagen de Su Señora. Con la ayuda de su inseparable amiga Raquel Urrutia Quesada había logrado trasladar la imagen hasta un bosquecillo cercano, donde había permanecido oculta hasta la recuperación del santuario con la entrada de las Divisiones Navarras. Cuando la I y la IV División aseguraron la zona ella y su hermano habían trasladado la talla a escondidas a la capilla familiar. La misma capilla que había jurado defender Dolores Menguada con uñas y dientes.
Lo extraño del caso era que Ana María siempre había apostado por la indemnidad de su acto, porque varias circunstancias se habían conjurado a su favor para camuflar tales sucesos. El primero de ellos era que unos pocos días después del incendio de la basílica se había presentado allí un delegado de Bellas Artes expresamente enviado por el comité de Gijón para la recuperación de la imagen de La Santa. Su amiga Raquel y ella le habían contado que a riesgo de sus vidas habían podido recuperar la sagrada imagen justo a tiempo de evitar su destrucción. Como prueba de ello le habían hecho entrega de una talla de madera que encontraron en uno de los sótanos de la basílica. Estaba ennegrecida por el fuego, lo que daba veracidad a su historia. El hombre había aceptado su versión, ya que la imagen que le habían entregado bien podría pasar por la verdadera. Pocas personas serían capaces de distinguirla en aquellos momentos inciertos desprovista de su capa y su corona.
Con el paso de los años Franco había empezado a hacer propaganda negativa con la desaparición de la imagen de la Santina, hasta que “milagrosamente” esta había aparecido en uno de los almacenes de la Embajada Española en París. Al parecer el delegado enviado por Indalecio Prieto había entregado en secreto la talla a un anarquista gijonés que la había transportado en su coche particular en su viaje de exilio a Francia.
Con la recuperación oficial de la imagen de la Virgen de Covadonga parecía haberse acabado el peligro de que a alguien se le ocurriese indagar la misteriosa desaparición de la talla a principios de la Guerra Civil; pero la visita del sacerdote vasco no parecía deberse a la casualidad. El secreto que Covadonga Piamonte se había llevado a la tumba se veía amenazado. Era misión suya preservar a Su Señora de unas manos que Ana María Tudela había considerado inapropiadas.
Dolores se sirvió otra copa de pacharán. Ahora que la visita se había ido no tenía sentido ocultar la botella en el cajón. Observó maravillada los destellos que le arrancaba la luz de la lámpara al licor. No pudo evitar volver a pensar en su tutora, y una lágrima rebelde pugnó por hacerse un hueco entre unos párpados que creía tener endurecidos y resecos para siempre.
Podría considerarse una paradoja, pero pese a su excepcional fervor religioso Ana María siempre había desconfiado de sus ministros terrenales. Quizás ese rencor hubiese nacido con la negativa de las autoridades eclesiásticas a su petición de ser enterrada al lado de su siempre recordada Raquel Urrutia. Ella siempre había abogado por el amor entre personas, y no el amor entre géneros, lo que le había valido innumerables desencuentros en el pasado con los representantes de la Santa Sede. Eso, unido a las negativas de un aporte económico regular para unos orfanatos en Gijón, habían conseguido alejarla por completo de las reglas que se dictaban desde Roma.
Covadonga Piamonte no había sido nunca una monja “al uso”. Siempre había hecho gala de una fe intimista y personal y en infinidad de ocasiones le había repetido a Dolores que para llegar a Dios no era necesario valerse de ningún intermediario. Como buena muestra de ello había dejado dispuesto entre sus últimas voluntades que deseaba ser inhumada en la capilla familiar, en un acto íntimo oficiado por el capellán Iriarte; antiguo párroco de un pueblo leonés retirado de sus oficios a causa de sus demostradas simpatías obreras hacía décadas. En la cripta ya descansaban los restos de su hermano Miguel Ángel y su sobrina Leonor. Con ella se cerraba el círculo, era la última de los Tudela; al menos por el momento.
Dolores volvió a guardar el sobre manuscrito en el cajón y se recostó sobre el sillón. Quedaban pocas horas para la despedida de Covadonga y aún no habían devuelto su cuerpo mancillado en las dependencias del instituto médico forense. Les llamaría, pero antes tenía que liberarse de ese dolor de cabeza que amenazaba con destruirle el cerebro. Se tomó una pastilla.



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