Capítulo
43
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enélope observó
el reflejo de su rostro en el espejo de la habitación. Los oscuros cercos de
los ojos no la favorecían demasiado; y el aspecto descuidado de su incipiente
cabellera no era muy propio de ella; pero a pesar de todo allí estaba,
esperando a que llegase el momento de reunirse con un padre del que no sabía
nada en absoluto.
Trató
de infundirse el valor necesario empapándose de nuevo en las cartas de su tía
abuela y de su madre. Ambas coincidían en que Iñaki era un hombre
extraordinario que merecía la pena conocer; pero ahora no estaba tan segura.
Desde la distancia le había parecido que resultaría sencillo, pero cuanto menos
tiempo faltaba para ese encuentro menos seguridad en sí misma tenía.
Abrió
la puerta del balcón para que entrase un poco de aire fresco. Estaba
oscureciendo, y el viento del atardecer transportó en su dirección miles de
fragancias entremezcladas.
Olía
a hierba recién cortada, a humedad…
Reconoció
el inconfundible aroma de los galanes de noche, que la transportó a las lejanas
noches de su infancia, cuando veraneaba en Huelva con Natalia. Recordó con
nitidez las preocupaciones que las ocupaban a ambas por aquel entonces,
reviviendo por un segundo las emociones propias de la adolescencia. Nunca se
hubiese imaginado que la vida le fuese a cambiar de la manera en la que lo
había hecho. Natalia y ella habían soñado despiertas con encontrar un amor
verdadero, entregando a la noche infinidad de plegarias y promesas infantiles.
Natalia…
Natalia había sido siempre una parte imprescindible en su vida; y ahora tampoco
estaba. La noche había premiado sus promesas con un amor verdadero; pero se
había dejado en el camino demasiadas cosas. Se arrepintió de no haber sido
capaz de desear que ese amor verdadero hubiese de llegar acompañado de todas
las cosas que le habían sido arrebatadas por la fuerza. ¡Como si fuese así se
sencillo! ¡Ojalá las cosas se solucionasen con solamente desearlo, como en los
cuentos para niños! arrastrando los pies se dejó caer en el pequeño camastro
que hubiese ocupado su tía abuela con anterioridad. No sabía precisar el qué;
pero había algo en esa habitación que la llenaba de paz. Era como si desde
algún lado Ana María le enviase la fortaleza necesaria para hacerle frente a
ese momento.
El
reloj de pared marcó las nueve. Cada campanada sacudió su cuerpo con la exasperante
y violenta certeza de que ya no había marcha atrás. Aún no se había extinguido
el último de sus ecos cuando llegó Iñaki. Lo hizo con una prudencia exquisita,
acariciando la puerta con los nudillos.
—Adelante.
La puerta está abierta… —dijo, temblándole la voz como a una niña.
Desde
la puerta la observaba visiblemente emocionado un anciano de mirada noble y
serena. A pesar de la dureza de sus facciones la expresión de su rostro emanaba
una emoción palpable. Penélope se incorporó con rapidez de la cama, saliéndole
al encuentro. Se lo había tratado de imaginar miles de veces; pero nunca se lo
hubiese representado tan distinto a ella. En sus proyecciones se lo imaginaba elegante
y guapo, imponente de la cabeza a los pies. Se lo imaginaba como un príncipe de
los cuentos de hadas. El resultado la decepcionó un poco, admitiendo a
regañadientes una vez más que en la vida real los cuentos de hadas solo tienen
sentido para los niños.
—¿Puedo
pasar? —preguntó cohibido el anciano sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Por
favor —respondió ella, invitándole con un generoso gesto afirmativo.
El
anciano entró con paso lento, notando en sus piernas todo el peso de la
escrutadora mirada de Penélope, que hizo caso omiso de su intento de abrazarla
y darle un beso de bienvenida.
—He
estado esperando este momento muchos años, hija mía… ¿Puedo llamarte hija mía,
Penélope?
—Llámeme
usted como prefiera, señor Bengoechea —respondió Penélope con una fingida
indiferencia, mientras sentía que un incendio se adueñaba de sus mejillas.
—Iñaki,
por favor… Llámame Iñaki —suplicó ilusionado el político—. Ya que no soy digno
merecedor de la palabra padre trátame al menos de tú, por favor.
—Me
parece bien, Iñaki…
—No
sé cómo empezar, hija mía. Llevo tanto tiempo soñando con esto que ahora que al
fin puedo vivirlo me parece estar aun viviendo un sueño.
—A
mí me sucede lo contrario —dijo Penélope nerviosa—. Yo nunca me hubiese
imaginado ni por lo más remoto que me pudiera suceder una cosa semejante.
—No
seas cruel conmigo, Penélope… No es necesario. Puedo hacerme una idea bastante
aproximada de lo duro que tiene que ser para ti asimilar que un viejo como yo
pueda ser tu padre. No puedes ni tan siquiera imaginarte lo que yo he luchado
por ti. Me he pasado los últimos años de mi vida suplicándole a tu tía abuela
Ana María una oportunidad de conocerte. Desde que he sabido de tu existencia he
tratado inútilmente de saber tu paradero, tu identidad…
—Un
amigo me lo ha dicho. Al parecer venías todos los 15 de agosto a visitarla. Ahora
sé por qué lo hacías. Pareces un hombre honesto.
—En
realidad venía dos veces al año a visitarla. Siempre me ha gustado honrar las
fechas importantes. Hace mucho tiempo que este día es importante para mí.
Siempre que he podido he venido a depositar flores en la tumba de tu madre en
la fecha de su aniversario; y cada 15 de agosto he acudido aquí con la
esperanza de que el corazón de tu tía abuela se ablandase.
—Aún
no estoy preparada para ser tu hija, Iñaki. Estoy encerrada en un cuerpo que me
asusta. Por mucho que nos pese somos dos extraños.
—Lo
sé, y lo siento —contestó apesadumbrado el anciano—. Esto es para ti. Supongo
que es tu decisión aceptarlo o recusarlo —dijo el empresario, tendiéndole un
abultado paquete—. Son mis memorias. Aún están desordenadas y sin acabar de
redactar; pero no sé de nadie mejor que tú para leerlas. Supongo que te lo
mereces más que nadie.
Penélope
no hizo ningún movimiento. El anciano se sintió decepcionado, pero no cejó en
su empeño.
—Sé
que llego con más de treinta años de retraso; pero he llegado, hija mía… te
mereces una explicación. En esos diarios te dejo impresa la historia completa
de mi vida. No debes juzgarme sin conocerme. Conóceme, te lo suplico.
—No
hace falta pasar por eso —contestó Penélope, entristecida—. Soy consciente de
todo lo que pasó entre mi madre y tú. Ella me lo dejó todo también por escrito.
Si te soy sincera he accedido a conocerte a instancias de sus palabras. En sus
líneas se traslucía un amor infinito hacia ti. Un amor que me intrigó
profundamente.
—Cielo
Santo… —murmuró el anciano, llevándose la mano al pecho—. Eres igual que ella…
Sois como dos gotas de agua. Tenéis la misma fisonomía y hasta la misma voz…
¡Qué crueldad!
—¿Crueldad?
—preguntó Penélope, un poco ofendida, sin llegar a entender del todo el
comentario del empresario.
—Sí,
hija mía, crueldad… Es una crueldad del Destino que no haya podido disfrutarte
en todos estos años. Hasta ahora mismo no estaba seguro de ello, pero ahora sé
que te hubiese amado desde el mismo instante en el que te hubiera puesto la
vista encima. He arañado inútilmente el calendario hasta quedar exhausto,
anhelando conocerte; y cuando ya desesperaba de encontrarte; en el crepúsculo
de mi vida, apareces, de repente.
—Supongo
que a veces la casualidad tiene estas cosas —respondió Penélope, tragándose un
puñado de saliva seco como la arena—. A veces tienen que suceder cosas imprevisibles
para hacernos ver la vida de una manera diferente. Yo he tenido que sacrificarlo
todo para conocer la verdad. En tu caso no parece que hayas sacrificado nada.
No
podría precisar si había sido el rencor que desprendía esa acusación, o la
dureza de su mirada, pero el vasco se quedó sin palabras.
—Hija…
—murmuró con voz suplicante—. Sé que la vida te ha manejado cruelmente. Yo
mismo he sido víctima de sus torpes manos de gigante. Puedes malgastar tu
saliva lubricando un rencor que considero inmerecido. No te culparé; pero eso
no nos devolverá nada; al contrario… acabará arrebatándonos lo poco que aún
tenemos el uno del otro.
—¿Cómo
quieres que me sienta? No puedo abrirte los brazos como en las películas
románticas, porque la vida no es así. Mi vida al menos no es así —matizó—. ¿Tú
sabes todo lo que he tenido que pasar para llegar a este momento? No, no lo
sabes. Ni tan siquiera puedes hacerte una idea…
—Tienes
razón, hija mía… No te conozco. Nadie me ha dado nunca la oportunidad de
conocerte. Solo pretendo que este amor dormido despierte ajeno a su desgracia;
que su sonámbula mirada se desperece generosa, porque mi corazón está
hambriento de ti desde el mismo día que fui consciente de tu existencia.
—Hablas
como un poeta, Iñaki; pero mi realidad está muy lejos de ser poesía. No estoy
segura de necesitar un padre a estas alturas de mi vida. Una parte de mí
reclama con angustia tu presencia, pero aún no estoy preparada para asimilarte
como padre. Necesito tiempo para conocerte, para vivirte, para añorarte.
—Si
he sido capaz de esperar todos estos años puedes estar segura de que una pequeña
prórroga no ha de ser impedimento. Solamente te pido que seas capaz de aceptar
mi mano tendida. Este es el ofrecimiento más sincero que puedo hacerte. Yo
también quiero conocerte, hija mía, y estoy dispuesto a poner todo lo que sea
necesario de mi parte para facilitarte esa labor.
—Dame
un poco más de tiempo, por favor. El primer paso ya está dado. Veamos qué
sucede a partir de ahora. He decidido darle una oportunidad a mi pasado. Esta
misma tarde he completado mi traslado a esta nueva residencia. Ahora estaremos
un poco más cerca el uno del otro…
—¿Crees
que podrías abrazarme? —suplicó el anciano con los ojos acuosos—. No es un
padre quien te lo pide, sino un viejo; solamente un viejo que ha recuperado las
ganas de vivir…
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